Silvia tiene una melena preciosa. Una cascada de pelo castaño ondulado, brillante y sedoso, que cae con libertad salvaje hasta sus hombros. Es muy atractiva, no puede decirse que sea una mujer muy guapa pero tiene una cara muy agraciada, unos rasgos rectos y coherentes, una frente amplia, un rostro ovalado con labios ni excesivamente gruesos ni muy finos. Una mirada alegre con ojos vivarachos y sonrientes. No es alta pero tampoco baja. Sus perfiles están llenos de curvas que delimitan unos pechos generosos, sin ser muy grandes, y unas caderas marcadas sin llegar a la exageración. Tiene los brazos carnosos, no muy delgados pero tampoco demasiados llenos. Y las manos están bien ajustadas al conjunto de su cuerpo.
Me he sentado hoy junto a ella en la comida que la empresa ha organizado. Pocas veces hemos cruzado una larga conversación más allá de lo convencional. Hoy tampoco pero el tiempo de estar juntos ha sido mayor que en otras ocasiones con lo que, sobre todo porque la persona que estaba a mi derecha era totalmente desconocida y parloteaba con otro de la mesa, hemos cruzado frases y frases y he tenido la oportunidad de contemplarla detenidamente.

He visto sus piernas enfundadas en medias oscuras, unos muslos gruesos, abundantes pero no en demasía, y en la lucha por retener una falda muy corta que en los giros obligados para atender los parlamentos de los consejeros tendía a ascender por encima de lo razonable, una braguita blanca que se iluminaba como un faro en una noche oscura.
Tiene un aire sensual. Su cuerpo es mórbido y ofrece una sensación de tierna y cálida caricia. Silvia es madre, fundamentalmente madre. Hace tres años que se casó con un argentino larguirucho, un picapleitos que conoció en un máster internacional y la embarulló, digo yo, con su labia porteña y que luego, tal y como estaban las cosas allá, achyyá, se quedó acá con la letrada ad eternum o por lo menos hasta ahora.

Silvia está hecha, construida, para la reproducción. Es una sólida hembra de carnes aparentemente duras, curvas, pechos, nalgas, muslos, vientre y demás elementos necesarios para esa función fisiológica que en determinados seres recae como una obligación biológica y en los que se demuestra que hay diversos linajes en la sociedad humana, como en las de hormigas, directamente comprometidos con una función que llevan con eficacia y decisión hasta la muerte.
Experta en leyes administrativas, con un puesto laboral envidiado –es la directora del Departamento Jurídico- que ejerce con eso de guante de seda en puño de hierro, llegó con un embarazo rapidísimo tras su boda. Todos contábamos con los dedos y poco más o menos el peque surgió el día, la noche, de la boda ( días-noches antes o días-noches después) y al poco de su parto que imaginamos facilísimo y sin problemas –este tipo de mujeres dan a luz como si escupieran suavemente a los hijos- volvió a un nuevo embarazo.
Todos, los hombres, comenzamos a aborrecer al argentino. Porque era guapo, alto y simpático. Porque tenía ese acento que en demasía empalaga pero que en conversaciones breves tiene un encanto especial. Y porque, sobre todo, lo imaginábamos cabalgando constantemente sobre la hermosa Silvia, nuestra Silvia, sin dejarle reposo. Día y noche, mañana y tarde.
Fantaseábamos unos húmedos intercambios que, por otra parte, no veíamos con demasiada variación. Silvia era un campo fértil, una tierra oscura, blanda y húmeda. Un volumen dedicado a engendrar, un cuerpo destinado a la reproducción. Marco, el argentino, sólo tenía que meter su apéndice prolífico en aquella hendidura jugosa y soltar millones de bichos cabezudos, con flagelos de movimientos rapidísimos, como un látigo en manos del mejor negrero, como la defensa de Angel Cristo cuando se enjaulaba con sus leones, y esperar que alcanzaran el huevo que nuestra compañera soltaba de inmediato, a voluntad, con una sonrisa. Llegarían todos corriendo como atletas y rodearían esa esfera traslúcida, seguro que ella los ordenaba metódicamente – “ tú aquí, tú allá…”- hasta que, en una especie de grito no esperado al estilo del salto de la verja de la Virgen del Rocío de los almonteños, comenzaran a dar cabezazos contra la pared del globo gelatinoso. Sólo uno se alzaría con la victoria penetrando en el interior, en el sancta sanctorum, tras lo cual se cerraría el acceso a cal y canto y los millones de fracasados morirían poco a poco de agudísima depresión.

Todos envidiábamos al argentino y en nuestro fuero interno le lanzábamos insultos crueles cuando lo cruzábamos por los pasillos, “Buenos días Marco (mamón, ché, esteeee….pendejo de mierda!)”.
Hoy, en la comida, he intentado estar muy atento con mi compañera. Al principio ofreciendo mi parte de pavo real hasta que me he dado cuenta de que mi trabajo, mis historias de viajes, de reportajes en terrenos exóticos, hostiles, difíciles, peligrosos, no le importaban en absoluto. Y he tenido que modificar la trayectoria y dejar que fuera ella la que tomase el mando de la conversación. En pocos minutos ha sacado, tras rebuscar un buen rato en el fondo insondable de su bolso grandote, su Ipod para enseñarme unas 250 fotografías de sus hijos que he tenido que elogiar hasta casi la vergüenza ajena. Ella, sin embargo, encantada de que un fotógrafo dijese eso de “qué niños más preciosos…qué fotografía más bonita…casi profesional…” y otras lindezas por el estilo mientras mis ojos involuntariamente se iban a sus muslos regordetes y al triángulo blanco que se imaginaba, más que se veía, allá en el fondo.
En plenos postres ha mirado el reloj con espanto “Dios, qué tarde…!” y recogiendo a toda prisa se ha levantado, me ha dado un beso rápido en la mejilla “…lo siento Maqroll, me tengo que marchar, voy fatal de tiempo…” apenas un ligerísimo contacto de piel con piel, y ha salido a la carrera a recoger en la guardería a sus niños. Marco está en Buenos Aires visitando a su familia.
Me he quedado mirando cómo se alejaba, olfateando como un perro la estela de su perfume y envidiando su felicidad, sus niños preciosos, su marido guapo, su éxito vital.
He llenado de nuevo mi copa de vino.
El Presidente era quien ahora hablaba pero yo no atendía, me importaba un huevo.
(FOTOS: RUI FARIA)
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