CLARO DE LUNA DE ENERO

Paso la transición entre un año y otro a orillas del mar. Por esta desgracia de la alteración climática los días son soleados, cálidos, sin viento, con cielo  y mar intensamente azules. Algo de culpabilidad, aunque sea infinitesimal, tendré (pienso); pero, por otra parte, no soy una fábrica con chimeneas arrojando un vómito tóxico, ni genero más dióxido de carbono que el que escupe mi automóvil en su poco uso; mi intestino, más corto que el de una vaca aunque más largo que el de un conejo, funciona como el de la mayoría de los seres humanos; reciclo lo que puedo, soy consciente de lo que debo consumir; en definitiva, creo que tengo un comportamiento razonable en mi existencia planetaria.    Hago un paréntesis en la autocrítica porque es Navidad y tengo un espíritu compasivo en el que intento cobijarme.

         Asisto estos días al crecimiento de la luna. Se va agrandando progresivamente y esta noche, noche de Reyes Magos, está casi (falta un día) en su máxima expresión, la luna llena. Vista desde aquí, con escasa contaminación lumínica, ejerce una atracción poderosa, intensamente blanca como un foco sideral potente, misterioso y aparentemente, cercano.

         Paseo nocturno en soledad absoluta con Bruno, el perro de Jacobo, el que subió con él a la montaña sagrada ( https://desdelagavia.blog/2021/08/24/jacobo-el-ultimo-acto/ ) que va a su marcha investigando aromas y rincones. El cielo, además de la luna, está salpicado  de luces puntuales diminutas, estrellas y planetas. Y quizás las brasas encendidas de los seres queridos que se fueron y ahora  navegan felices por el cosmos. Distancias infinitas nos alejan de sus realidades dispersas en un fondo negro intenso, atrayente e inquietante; siento que este cielo nocturno empequeñece aún más mi escasísima estatura galáctica.

         Porque en este escenario somos pequeñísimos y breves, y así me siento ahora.

         Hay rumor constante de un débil oleaje, el mar está tranquilo y el claro de luna pinta su piel de reflejos plateados. En un extremo, destellos intermitentes verdes y rojos, la entrada al puerto, el espacio de salvación, sosiego y descanso; y hacia el fondo, apenas se divisa el horizonte, alguna pequeña luz de barcas de pesca quietas sobre las praderas de posidonia buscando peces a los que engañar para subir al cielo. Me gustaría estar sobre una de ellas, bajo la luz blanquísima, sintiendo el ligero balanceo de la barca; pasar la noche aislado sobre el mar, entre el silencio adornado con el tenue chapoteo del agua.

         Tierra adentro, luces en las casas, en las carreteras, en los edificios   sumergidos en las tinieblas de la noche. Luces que quieren combatir la oscuridad, alumbrar lo tangible, la existencia concreta; eliminar el miedo, nuestra torpeza de seres ciegos, de inteligencia corta, limitada, incapaz de contestar las cuestiones más básicas sobre nuestra naturaleza, sobre nuestra proyección.

         Estas mañanas, en el puerto, contemplaba los barcos, veía el mar azul con superficie plana, tranquila, y sentía un deseo imperioso de subir a uno de ellos y deslizarme hacia el  horizonte. Vagar solo por el mundo acuático, sin detenerme, agotar mi vida en el infinito azul, buscando mi existencia, buscando  el sentido de todo, quizás buscando a dios.

         Entre las atalayas de las calas bellísimas que flanquean una costa quebrada, aquí al lado, disfrutando del ruido del agua azul y transparente, el calor del sol en mi cuerpo, los colores ocres y marrones de las rocas, el olor resinoso de los pinos, de los matorrales, se acentuaba mi gratitud por esta existencia serena que el universo, dios, los dioses, el azar, la energía, la vida, me han otorgado.

         Porque frente a este mar Mediterráneo, a este lujo de culturas e historias disueltas en el agua que salpica mis pies, soy consciente del dolor, de la muerte, de la violencia, de la injusticia, del mal, que asola mucha parte del mundo en donde existen seres como yo, anónimos, sin otro interés que seguir su vida sencilla disfrutando de las pequeñas alegrías, soportando las penas consecuentes con el estar aquí, en este mundo del que, después de miles de años, no sabemos nada. Tengo suerte. Porque toda la existencia conlleva el azar que en esta ocasión me ha sido favorable.

         Esta mañana conversábamos sobre el espíritu y la carne, sobre la trascendencia, sobre la religión, sobre la energía, sobre la muerte, sobre dios. Energía, partículas, ondas, física cuántica, espíritu, materia, dudas y certezas la persistencia de las preguntas existenciales que siguen agobiando al ser humano.

         También, y a pesar de todo, de esperanza.

         Esperanza en medio de este desastre colectivo como especie que parece empeñada en su destrucción;  esperanza de que una lluvia de cordura y bondad llegue desde el fondo del espacio para construir una casa común para todos los hombres; esperanza porque hay, conozco, seres luminosos que han tomado la opción de entregar sus vidas a la nitidez de sus creencias, a la humanidad, sin otra recompensa que ser coherentes con su pensamiento; esperanza al pensar que esto no acaba aquí, que hay una luz infinita en la que refugiarnos y descansar de este tránsito extenuante.

         Quizás cuando los Reyes Magos aparezcan en nuestro insomnio, podamos retomar  aquellos sueños infantiles y pensar que todo ha sido una mala pesadilla y que al despertar seremos bellos y etéreos como ángeles, solidarios y felices.

         Ahora, Bruno y yo seguimos solos, sentados sobre la arena, en la playa.

         En la noche solitaria y profunda siento el peso del brazo de Jacobo sobre mis hombros. Él también, esta noche, ahora que ya conoce las respuestas, que ya es sabio, está dando un brillo especial a la luna.  

CHUAN ORUS © 2023

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