Anoche, harto ya del trabajo y del sonsonete constante de la abdicación real, de ese paso de balón de padre a hijo para seguir indefinidamente este partido sin árbitros ni adversarios, me refugié en el silencio de mi refugio mientras los demás dormían. Necesitaba encontrar un poco de paz y opté por leer poesía. Dejé que el azar guiase mi mano y sentí que la emoción me llenaba cuando leí el título del libro que el destino ponía en mis manos: “Poemas Recobrados y Huellas de Ceniza” de Luciano Gracia.
Si la literatura es un arte complejo y sumamente difícil, la poesía lo es mucho más. Tener el don de ser poeta es lo mismo que estar tocado por los dioses. El poeta vive en un mundo paralelo, transmuta las emociones en palabras, las adecua, las ordena, las organiza. Con ellas crea visiones, trazos de belleza inusitada, explosiones de luz, de color, de alegría, de esperanza, de tristeza, de dolor. De un magma sensitivo crea una diáfana estructura. Describe las vivencias del alma con un lenguaje especial, muy alejado de la narrativa, que en el lector provoca oleadas de sensaciones por la trasmisión de esos sentimientos. La letra, las palabras encadenadas, cobran vida y el espíritu del poeta establece una conexión mágica con su lector con el que comparte y prolonga, de esta manera, su vida.
Conocía a Luciano Gracia hace muchos años. Por motivos que no vienen al caso nos estuvimos viendo día tras día durante una corta temporada. Conectamos de inmediato, con él era muy fácil, y pasamos horas y horas hablando de muchas cosas, la mayoría de las veces de poesía. Acabó aquel tiempo y perdí su contacto. Me quedaron sus libros, el recuerdo de su voz, su sensibilidad y su especial mirada. Luego, un fin de semana, leí en un periódico local que acababa de fallecer. Era 1986, murió a los 69 años.
Luciano era un hombre bueno profundamente apasionado, lleno de ternura, de amor hacia las cosas sencillas que le rodeaban, desgarrado y sumido en una tristeza vital que transformaba en la rotunda belleza de sus poemas.
Hoy me llora noviembre como nunca
Y la lluvia y el viento me pierden el respeto.
Hoy no sueño, me acompleja la noche,
Y acepto el estallido de las sienes.
Mi pluma inapetente de alegría,
Solo escribe dolor, palabras de dolor
(De “Hoy me llora noviembre” de Luciano Gracia en Vértice de la Sangre, 1974)
Perteneció al grupo que se reunía en el café Nike, una grupo de poetas aragoneses en torno a la gran figura de Miguel Labordeta que formaron la llamada Generación Poética Aragonesa del 65 que junto a Labordeta estaba compuesta fundamentalmente por Luciano Gracia, Guillermo Gúdel, Rosendo Tello, Julio A. Gómez, Manuel Pinillos, José I. Ciordia, Fernando Ferreró, Manuel Rotellar y muchos otros que intentaban escapar de la realidad social de aquella Zaragoza provinciana y oscura.
Me miro en el espejo. Hay que seguir muriendo.
Me pongo la camisa y los zapatos
(mi atuendo preferido) y una estrella
ensangrentada en la solapa.
Ascenderé si puedo a la cumbre más alta
del Moncayo y grabaré mi resurrección,
atropellado por la sangre, en la ventisca
tatuada por la nieve.
(De “Telegrama a un poeta” de Luciano Gracia, en Creciendo en Soledad, 1978)
Esta prodigiosa Generación Poética Aragonesa del 65 ha sido escasamente reconocida fuera del ámbito estrictamente aragonés. Pocas veces se ha dado la reunión simultánea de tanto talento. Como muchos de sus compañeros del Grupo Niké, Luciano fue un gran poeta y su nombre hubiera brillado mucho más en las antologías poéticas si su vida se hubiera desarrollado entre los mundos literarios de Barcelona o Madrid.
Tampoco le importó, su única pretensión fue dar voz a su íntimo sentir, reflejar en palabras las inquietudes de su sencillo, desgarrado, triste y profundo espíritu. Llegar a la expresión poética de ese difícil equilibrio entre la vida, la belleza, el amor y la muerte.
PUNTO DE PARTIDA
Girando a todas partes como un preso sonámbulo
todo lleno de dudas, empiezo como puedo
a escribir este libro de poemas.
Es empresa difícil desnudarse sin vértigo,
reposar en las páginas mordidas por el tiempo,
y tengo, sin embargo, necesidad urgente de escribirlo, de consultarme cosas,
muchas cosas, que llevo girando y me retornan
al punto de partida.
Son ya tantas las noches tejiéndome reveses
por aguas turbulentas, que he perdido
la cuenta y la memoria, y quiero como prólogo remover el principio
hablarme como a solas en voz baja.
Llamaré a mis hermanos con la voz y el calor de aquel entonces
cavaremos el huerto con azadas muy verdes; sacaremos papeles
y chaquetas muy viejas, y olerán todavía sus bolsillos
a bolas de polilla.
Cavaremos también emocionados la tumba de aquel perro
tan querido que un día se muriera
con los ojos abiertos, y aún tendrá como entonces
una mano más corta por la bruta pisada de un caballo.
Quiero volcarme entero en mis poemas, respirar
por la herida que emancipa mis horas,
hablarme -me repito- como a solas, sin más testigo
oyente que el susurro del viento y de mi sombra
sonámbula, con palabras mojadas
por los surcos del tiempo.
Dejaré testimonio de mi duro camino
(aunque a nadie le importen mis problemas)
de que duermo entre vidrios, comiéndome los dedos
y también que pregunto si el beso es asequible,
si es de todos el pan y la ceniza.
Afincado en la niebla me encuentro de regreso.
Pasado y traspasado por azules
y negros movimientos, he llegado a una zona
donde todo es igual y nada es diferente,
donde el cielo y la tierra me dan el mismo abrazo
y las mismas cadenas de tortura.
A lomos de mi voz, caída o levantada,
amordazada o rota,
me he mojado los pies con muchas lluvias.
Volteé las campanas de mil fiestas
y aré raíces nuevas con furia y sobresalto.
Entonces tengo todo:
los glóbulos más rojos, los sueños y la espiga.
Soy visible, lo sé porque me palpo; pero pesa de veras
el ponerse a gritar con toda calma,
a rezar, si recuerdas, por los huesos más débiles,
por los huesos que tienen la carie más aguda,
los que van intuyendo
el sollozo más largo y el pan en la otra esquina.
En los días de fiesta, cuando somos los hombres
diferentes y puedo ver a gusto a los amigos,
los muertos me parecen menos muertos.
El corazón respira acompasado
(hay más tiempo de sobra que otros días)
y el asfalto parece menos frío,
menos piedra enlutada.
Un dulce repostar hacia la muerte.
(Luciano Gracia, HABLAN LOS DÍAS 1969)