PERRO CALLEJERO

Aunque fue de todos, nunca tuvo dueño
que condicionara su razón de ser.
Libre como el viento era nuestro perro,
nuestro y de la calle que lo vio nacer.

                            CALLEJERO

                            Alberto Cortez

Apareció un día cualquiera, nadie podría decir una fecha concreta. Le habían cortado las orejas y el rabo recientemente, los tres apéndices eran muñones sangrantes. Era un perro mestizo, muy flaco, que caminaba encogido, con el lomo arqueado, mirando a los lados con unos ojos tristes y acuosos. Se tumbó en un rincón aislado, en una zona protegida por unos arbustos y allí se quedó.

         Inspiraba compasión. Alguien hizo una cura rudimentaria y él se dejó cuidar sin oponer ninguna resistencia.  

         Poco a poco comenzó a caminar. Al principio, temeroso, apoyado en las paredes, huyendo del contacto con las personas. Como un milagro cotidiano siempre aparecía, en el rincón donde solía guarecerse, un recipiente con agua y algo de alimento, las sobras de comida de algún vecino.

         Alguien, no se sabe quién, comenzó a llamarle Koki, da igual cómo se escribiese, se pronunciaba así, con el artículo delante «El Koki». Con ese nombre pasó a ser el perro de la barriada.

         El barrio estaba entonces en el extrarradio de la ciudad; pequeñas casitas adosadas de nueva construcción junto a antiguas vaquerías y casas de labranza; un barrio humilde habitado por gentes trabajadoras, familias sencillas entre las que había varias de militares norteamericanos de la base aérea.

         Koki pertenecía a todos, era fiel y pacífico. Tenía la mirada triste, los ojos profundos y húmedos, llenos de miedo, la de un fracasado, la de un perdedor. Cuando alguien se le acercaba se quedaba encogido, tenso, posiblemente esperando algún golpe sin rebelarse; pero al sentir la sorpresa de la caricia poco a poco se relajaba y volvía la cabeza hacia el que lo acariciaba con sumisión y gratitud.

         Yo tenía entonces 10 o 12 años. Los críos jugábamos, sin problemas, en las calles de superficie terrosa, sin asfaltar,  que acababan en campos yermos, improductivos, destinados ya a urbanismos salvajes. Koki era nuestro perro, corría con nosotros, nos obedecía, era uno más en nuestros juegos y, alguna vez, vimos algún fugaz brillo de alegría en sus ojos eternamente tristes.

         De vez en cuando aparecían los laceros municipales que recorrían las calles cazando a los perros callejeros. Sabíamos que el destino de los apresados era la perrera municipal, unos pocos días en una jaula sucia y, si no había nadie que los salvara, directamente al sacrificio. Siempre se escuchaba una voz de alarma «¡¡¡La perrera!!!» y, entonces, el único objetivo era esconder a Koki hasta que pasase el peligro.

         En aquellos años las puertas de las casas permanecían abiertas hasta la noche, era la tranquila costumbre de aquella pacífica comunidad. Koki, sabiendo que carecía de ese derecho,  jamás entraba en las casas; como mucho se acostaba junto a alguna, sobre la acera.

         Un día apareció un individuo sobre una vieja bicicleta. Alguna cuestión tendría pendiente con Koki porque fue directo hacia él y comenzó a propinarle fuertes latigazos con una correa de cuero. El pobre Koki comenzó a aullar y, entonces sí, se refugió en la primera casa que encontró con la puerta abierta. El individuo entró tras él y siguió dándole correazos. Unos cuantos críos, alarmados, fuimos corriendo a intentar rescatarlo, pero no hizo falta. Antes de llegar vimos al agresor salir retrocediendo, con los brazos en alto, amenazado por la pistola de nuestro vecino militar norteamericano, alto y grande como un oso, que como en una película de Clint Eastwood, le apuntaba a la cabeza mientras le gritaba algo en inglés. Salió corriendo, cogió su bicicleta y desapareció a toda velocidad mientras nosotros acariciábamos a Koki y rodeábamos con admiración al norteamericano mirando de hurtadillas y con envidia la pistola. Aquél día se convirtió en el héroe del barrio y Koki afianzó su vínculo con nosotros.

         Siguió viviendo allí, en la calle, cuidado por todos, en sus rincones habituales, siempre junto a nosotros cuando nos juntábamos para jugar.

         Un día desapareció y no supimos más de él.

         Era un perro callejero, un nómada  libre que nunca se ató a un lugar,  a unas costumbres, a unas personas, a unos afectos. Llegó malherido y  estuvo el tiempo suficiente para recuperarse de las heridas físicas, de las de su espíritu, aquellas que le impedían seguir confiando en el ser humano.

         Cuando los cortes se convirtieron en cicatrices indoloras, cuando volvió a confiar en las personas, se fue a recorrer el mundo, a buscar otros paisajes, otras calles, otros  lugares.   

         Siempre quisimos pensar que con nosotros tuvo momentos de felicidad, que recuperó la fe en las personas, que dejó atrás el miedo y volvió a tener ganas de vivir.

         Jamás lo pudimos olvidar y al final de las tardes, cuando nuestras madres nos llamaban a gritos para la cena, antes de entrar en casa, mirábamos hacia el fondo de la calle por si acaso aparecía la silueta de Koki caminando lentamente, de vuelta a sus rincones favoritos. Nunca volvió.

© CHUAN ORÚS 2022

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