SUCURSAL BANCARIA

Tras pedir cita de manera rigurosa en la entidad bancaria en la que necesito realizar una gestión, acudo el día y hora convenidos. Hace ya mucho tiempo que no entraba. Han cambiado el escenario, no la luz ambiental ni los colores. Tampoco los carteles de ofrecer y ofrecer para ganar y ganar. Ya no hay caja y se han reducido los empleados.

Espero sentado a que me atiendan junto a dos personas mayores.

La empleada que me corresponde me reprocha, cordial pero enérgicamente, que haya acudido en persona, para eso tengo los medios telemáticos y allí lo puedo gestionar. En este caso quiero una atención personal, replico y no contesta. Después de un tiempo de silencio con la mirada puesta en la pantalla de su ordenador, insiste: Sí, claro, pero…

Mientras,  uno de los ancianos se ha dirigido a una mesa en la que trabaja otra empleada. Con voz temblorosa, posiblemente por Parkinson, le pide ayuda con algo que no entiende del cajero automático. No escucho qué excusa le da; el caso es que el anciano vuelve a sentarse. Afortunadamente la calle está muy fría, con la niebla zaragozana asolando las calles, y allí adentro se está caliente.

Sigue mi empleada dándole al teclado. Hay otra conversación de un anciano, el otro, en otra mesa que no veo. El hombre explica un rocambolesco episodio con un recibo. Le contestan con órdenes de que lleve tal o cual documento. El anciano insiste pero al cabo del rato se va sin solución alguna. A la niebla.

El viejo de voz temblorosa hace otro intento y va a otra mesa. El empleado es un varón joven que apenas levanta la cabeza, lo veo, para atender al anciano. Vuelve el cliente a la carga con sus dudas respecto a la tarjeta y el cajero automático. Tampoco en este negociado le atienden y vuelve a su silla. El empleado, libre ya del anciano, se pone a hablar por teléfono y, estoy muy cerca, habla de pistas en cara sur, de tablas, de remontes, de buen tiempo, de calidad de nieve…

Termina mi gestión la empleada y vuelve a decirme que la próxima vez utilice mi ordenador para conectarme a la aplicación bancaria y hacer allí lo que necesite. Que no vuelva, en definitiva. Y, eso sí, me ofrece seguros para el coche, para la muerte, para la casa…que no, que no, le digo. Piénsalo (así, con «a»).

El anciano ya no está. No sé si porque han resuelto sus dudas, se ha cansado de esperar o ha fallecido y han hecho desaparecer el cadáver.

Salgo a la calle y entre la niebla veo sucursales bancarias cerradas con adhesivos de «SE ALQUILA» o «SE VENDE» en los cristales.

Recuerdo un pasado cercano en el que el gobierno de turno empleó una cantidad ingente de dinero público en reflotar estos bancos de los que salieron prejubilados, con cargo al estado, miles y miles de empleados de mediana edad y un grupo de seres escogidos con indemnizaciones millonarias,  legales por sus contratos blindados.

Intento pensar en un modo de vivir en el que pueda prescindir de la molesta e impuesta presencia del banco en mi vida. No encuentro solución, es una de esas cosas imposibles que ahora acompañan al ser humano.

© CHUAN ORUS 2021

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