CANCION DE OTOÑO

Tiene el otoño en Zaragoza una crueldad de madrastra de mal genio. Un contraste de calles repletas de hojas muertas, de vegetales vencidos por las tardes breves y el frío, de árboles amarillentos

en la orilla del padre Ebro que baja grande y verde lamiendo las hojas otoñales. Esa crueldad maternal, mezclada con ese viento constante, nos deja la cabeza confusa. A veces enloquecemos por pequeñas cosas. Otras aguantamos al límite y, en ese momento, una ráfaga de cierzo nos lleva bruscamente al otro lado de la frontera de la cordura. Somos así. Yo también.

“ Me registro los bolsillos desiertos

para saber dónde fueron aquellos sueños.

Invado las estancias vacías

para recoger mis palabras tan lejanamente idas.

Saqueo aparadores antiguos,

viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,

estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,

pero nadie me sabe decir quién fui yo.

A pesar de no creer en familias ni clanes, en etnias o nacionalismos, veo que llevo en mi sangre esa locura súbita, la tozudez, el eco triste de esa crueldad de la madrastra, la sorpresa del mordisco brutal e inesperado, ese cuerpo monstruoso del siluro que surgiendo rápido de la profundidad engulle las palomas cándidas que beben agua contaminada en las pilastras del Puente de Piedra. El agua seguro que todavía sabe a la carne fría de todos los suicidas que buscando la quimera del Pozo de San Lázaro se lanzaron a la aventura de descubrir cómo eran las fauces de los demonios que habitaban aquella gruta acuosa, la sima que conectaba el río con un mágico mar de un mundo paralelo. Muchos, enloquecidos, salieron del cauce con las piernas astilladas, luciendo fragmentos de hueso que atravesaban la piel de sus pantorrillas, cojos para siempre, ateridos de miedo por haber visto de cerca entre la turbidez de las aguas los ojos sangrientos de las grandes alimañas de las que pudieron escapar milagrosamente.

Somos así. Soy así. Posiblemente una mezcla de esta ciudad despiadadamente bella junto a los genes de mis abuelos con boina acarreando pollinos, mulas y ovejas. Oliendo a tomillo, a romero, a sudor vegetal, a resina, a excremento de vaca y a ladrido de perro. A heno y a madera, a vino y harina. Forja familiar a la que se sumaron las voces moriscas, los aromas judíos, los gritos de los labradores empuñando trabucos y hoces con los que encorrer al francés invasor. Amalgama de sangres y rostros en la penumbra de las callejas del Arrabal lleno de fantasmas del pasado por las que me arrastraba la mano temblorosa de mi madre camino de la escuela de la calle Villacampa incrustada en un caserón lóbrego en donde se escondía, como un gran insecto al acecho, la maldita maestra que apagó precozmente mi rebeldía con una soberana paliza, en donde mi compañero de pupitre y aburrimiento, un muchacho callado y triste, decidió marchar para siempre y dejó que un tren le abriera la puerta del paraíso.

Aquellas canciones que tanto amaba

no me explican dónde fueron mis minutos,

y aunque torturo los espejos

con peinados de quince años,

con miradas podridas de cinco años

o quizá de muerto,

nadie,

nadie me dice dónde estuvo mi voz

ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía

esculpida en presurosos desayunos,

en jolgorios de aulas y pelotas de trapo,

mientras los otoños sedimentaban

de pálidas sangres

las bodegas del Ebro

Salgo hoy a la calle, a una avenida grande torturada por esas zanjas que abren de vez en cuando en esa faena mostrenca de buscar excusas con las que contar historias que entretengan a la gente aburrida. Como todos los días sólo encuentro seres anónimos, hoy envueltos en ropas de abrigo, un viento frío agita conciencias, faldas y cabellos. Otoño invernal. Zaragoza en su estado ventoso puro. Intento seguir su paso pero no puedo. Como un recluta torpe cambio el orden de mis pies que de vez en cuando parecen hundirse en arena profunda, en cieno pegajoso. Me adelantan por la derecha y por la izquierda. No consigo coordinar mis piernas. Me canso.

Descanso de mi fatiga hablando con un querido amigo que se va a Afganistán dentro de unos días. Deja Zaragoza por tres meses. Tres meses de tensión, de ser médico de guardia todo el día y toda la noche, día a día, de lunes a lunes, atendiendo a pacientes con heridas de guerra, con metralla en el vientre, cabezas reventadas, miembros brutalmente amputados. Le pregunto, como un disparo en la frente, “ oye, allí el tiempo se detiene?…tú te detienes? ”. Y mi amigo, que no me comprende, contesta balbuceando y casi asustado, imagino que por la razonable duda súbita de la integridad de mi mente ”…qué es eso de que el tiempo se detenga, que yo me detengo?…”. Y sí, no hacía falta respuesta. El tiempo allí se detiene. Claro que se detiene, mi amigo se detiene. Los otros amigos de mi amigo se detienen. Todos allí se detienen.

Y todos los demás avanzamos. Desacompasados, eso sí.

¿En qué escondidos armarios

guardan los subterráneos ángeles

nuestros restos de nieve nocturna atormentada?

¿Por qué vertientes terribles se despeñan

los corazones de los viejos relojes parados?

¿Dónde encontraremos todo aquello

que éramos en las tardes de los sábados,

cuando el violento secreto de la vida

era tan solo

una dulce campana enamorada?

Zaragoza ventosa. Las calles casi desiertas. Qué hay de mí en mí? Quién soy yo ahora?…la respuesta, como en la ya aburrida canción, la da el viento. Ese viento de aquí que es circular, redondo y que ataca sin clemencia al volver todas las esquinas; el cierzo revolviendo los cabellos y los pensamientos, el viento irreverente. Ya no soy. No soy yo, ese que era. Soy un yo mismo diferente. Yo soy otro, dispuesto a lo que sea, buscando todavía, aún a estas alturas, la identidad total.

Hablo a ese ser que me observa y que me deja en medio de extrañas convulsiones mirándome al espejo. Te cuento que cuestiono toda mi vida y me dejo llevar por tus manos. Dónde quieres ir?, te siento desacompasado. Al borde del abismo huyes de la caída. Es como una pesadilla en la que no se acepta la muerte. En la que das la vuelta y tu cuerpo se vuelve torpe, no controla y se expresa mojando de orina la cama. Al final la historia acaba con la confesión en El Pilar. Con un canónigo austero que se escandaliza y castiga. Jaculatorias y avemarías, esfuerzos inútiles para seguir el paso, para acabar, al final, encerrado en un sucio y vacío escaparate, viendo tras el cristal como la fila de niños felices se desliza cantando por la calle de San Vicente de Paúl camino de una merienda de pan y chocolate. Y tú te vas con ellos. Al pasar ante el cristal me sonríes y sigues adelante cantando con fuerza con tus compañeros, camino de la arboleda de chopos junto al río, custodiados por unos jóvenes frailes de sotanas negras.

Por la noche un tren se detiene frente a tu ventana. Grandes nubes de vapor blanco se escapan por la chimenea de la locomotora. Luces mortecinas amarillentas en las ventanas de los vagones en las que se recortan las sombras de decenas de siluetas, cabezas sin cuerpo que viajan hacia un destino complejo. Quieres escapar, bajar de tu atalaya, incrustarte en ese largo tren nocturno y escapar del tedio. Pero un prolongado silbido como una bofetada te deja clavado sobre las frías baldosas que lloran de humedad. El convoy marcha sin tí y lo ves alejarse entre la noche. Lo último que percibes es una diminuta luz roja que poco a poco se pierde entre la oscuridad y una lágrima densa como el mercurio que resbala por tu mejilla.

Luego, en medio de un insomnio de lunas llenas con ojos muy abiertos, te veo pasar frente al escaparate. Das la mano a un niño y me sonríes con brevedad pero te vas, te vas calle adelante sin volver la cabeza. Acompasas tu caminar al de tus compañeros. Y yo pataleo ferozmente en el espacio sucio entre el que estoy encerrado. Desfilo impotente: un, dos, tres!, un, dos, tres!! Y me estrello contra el extremo del extremo, y un, dos, tres!, contra el otro extremo del extremo.

Veo tu silueta perderse calle adelante entre un coro de risas infantiles.

Desacompasado me siento en una esquina mientras el viento feroz hace girar a mi alrededor un pequeño tornado de papeles viejos y basura.

Pues yo registro los bolsillos desiertos

y no encuentro ni un minuto mío,

ni una sola mirada en los espejos

que me diga quien fui yo.”

(“Retrospectivo existente

Miguel Labordeta)

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