Llevaba un buen rato en el autobús pero no me había fijado en él; iba perdido en mis pensamientos, mirando sin ver el conocido paisaje urbano a través de la ventanilla.
No sé por qué miré hacia adelante.
Él estaba en medio
del pasillo, cerca de la puerta de salida, de espaldas a mí. El pelo era igual: muy blanco, ondulado, bastante abundante para su edad, en una cabeza de forma cuadrada. Se agarraba a la barra superior con una mano fuerte, muñeca gruesa y antebrazo musculoso. Vestía una camisa de cuadros de manga corta, veraniega.
No veía más, el resto de los ocupantes me lo impedían, pero era muy parecido, incluso en la estatura, a mi padre.
Mi padre; hacía 15 años que había fallecido.
No pude separar los ojos de aquél hombre que ni cambiaba ni de postura ni de lugar en el atestado autobús urbano. Tanto así que desprecié bajar en mi parada y decidí seguir mirando a esa persona. Era revivir la presencia de mi padre, jugar a estar juntos en el mismo vehículo y fabular que en cualquier momento me acercaría, le tocaría en el hombro y al volver su cabeza y verme, disfrutar de su sorpresa, de su amorosa sonrisa; darle un beso, preguntar a dónde iba, de dónde venía. Escuchar sus preguntas, contarle mi mañana, las últimas noticias tan buenas como vulgares de mi vida anónima y sencilla.
Pasaban las calles, las plazas, se iban sucediendo las paradas del autobús. Subían y bajaban personas. Hombres altos, bajos, flacos, obesos, mujeres jóvenes, ancianas, niños con la mochila del colegio a la espalda, ancianos con bastón, chicas latinas vestidas con mallas negras, túnicas árabes. Me di cuenta, entonces, que la línea del autobús en el que viajaba era la misma que pasaba por mi antiguo barrio, donde yo había vivido con mis padres.
Y aquél hombre seguía en la misma postura, girando ligeramente la cabeza de vez en cuando, apartándose para dejar pasar. En ningún momento conseguí ver su rostro, ni siquiera intuí su perfil.
El autobús se detuvo en la parada en la que yo tantas veces había descendido cuando vivía allí, hacía más de 30 años. Para mi sorpresa aquél hombre se movió y dirigiéndose hacia la puerta de salida bajó del autobús.
No lo pensé, fui detrás de él.
En la calle lo pude ver bien: llevaba unos pantalones claros, caminaba balanceando suavemente el cuerpo, con una pequeña cojera, moviendo ligeramente los brazos, sin despegarlos casi del cuerpo. Moderadamente alto, con el tórax fuerte, erguido.
Era el calco de mi padre: la pequeña cojera producto de un accidente de automóvil, su aspecto fuerte, su manera de andar, el pelo muy blanco y ondulado, su afición por la ropa de color claro.
Era inaudito.
Las coincidencias y casualidades de la vida son tan imprevisibles como fascinantes. He oído muchas veces que todos tenemos uno o más dobles; muchas veces he visto por la calle a personas muy parecidas a otras conocidas.
En este caso caminaba detrás de un hombre que no solamente era tremendamente parecido a mi padre, muerto hacía ya 15 años, sino por las mismas calles del barrio en el que ambos vivimos.
Disfrutaba de la ilusión de verlo de nuevo; no quería adelantarle, necesitaba ignorar su cara para mantener mi sueño, aquél que estaba viviendo consciente de que era una ficción, una agradable mentira que acabaría en pocos minutos, en el momento en el que aquél hombre entrase en un portal distinto al que fue mi casa, o tomara su camino por otra calle. Entonces sí, ya por curiosidad, lo adelantaría, miraría su rostro e incluso lo detendría para decirle que era casi idéntico a mi padre.
Me sobresalté cuando aquella persona se dirigió hacia la pequeña plaza y se metió en el mismo portal de la casa en la que yo, y toda mi familia, habíamos vivido tantos años. Rápidamente miré a través del cristal oscuro, la puerta se había cerrado con el mecanismo automático, y solo pude ver cómo se introducía en el ascensor.
Me fui de allí lentamente con una sensación extraña, mezcla de placer, de melancólico alborozo, de cierta sensación de dolor al revivir la falta de mis padres, los recuerdos de sus enfermedades, sus muertes, y la extrañeza de encontrar a una persona con un gran parecido con mi padre, que no solamente vivía en el mismo barrio, en la misma plaza, sino, increíble coincidencia, en el mismo portal.
Abrumado por tanto recuerdo, por todo ese cóctel de sensaciones, llegué a mi casa. Cogí la correspondencia del buzón, varios sobres con anagramas de bancos, que dejé sobre mi mesa de trabajo.
No había nadie, mi mujer estaba trabajando.
Era tarde, no había comido pero daba igual, aquella excursión a mi antigua casa detrás del doble de mi padre me había quitado el hambre y la concentración.
Recordé que en un armario de mi despacho había una caja con viejas fotografías. Con ellas en mis manos me senté junto a la mesa de trabajo. Allí, en las últimas, tenía un aspecto muy similar al de la persona que hoy había visto y seguido. Volví a repasar los detalles, el pelo blanco ondulado, su aspecto de hombre fuerte, las camisas y los pantalones de color claro. Devolví las fotografías a la caja y la guardé en el armario.
Recuperando la práctica de mi realidad, tomé las cartas de los bancos que había cogido del buzón. Irían, seguro, todas a la papelera.
Entonces la vi.
Era un sobre rectangular, un tamaño habitual, de color azul muy bonito, homogéneo, atractivo. El papel tenía un tacto terso, agradable, ni una mínima arruga, liso hasta la perfección. No tenía ningún franqueo, tampoco datos del remitente. La solapa no estaba adherida, simplemente metida en la abertura posterior.
Al mirar la dirección sentí como se erizaba mi piel: eran mi nombre y mi dirección postal escritos con la inconfundible letra de mi padre.
Como si fuera un metal ardiente que quemara mis dedos lo dejé caer sobre la superficie de la mesa, no podía creer lo que estaba sucediendo.
Sin atreverme a tocar el sobre, me levanté de la silla y fui al baño. Me miré al espejo, «esto es una auténtica locura», dije en voz alta. Me mojé la cabeza, el pelo, la cara, la nuca.
Pensé que el encuentro con aquella persona me había alterado y condicionaba mi interpretación. Intenté serenarme y buscar con calma una explicación lógica.
Sentado junto a la mesa lo cogí de nuevo. Me llegó de él un aroma tenue, olía a una mezcla extraña que interpreté como incienso, mirra y vainilla, algo muy especial.
Volví a leer el nombre y la dirección escrita buscando diferencias con la torpe forma de escribir de mi padre. Pero no encontraba ninguna. Hurgué en otra caja en la que guardaba viejas postales, cartas antiguas, y documentos; allí habría algo que hubiera escrito él y me sirviera de comparación. Encontré una antigua postal de felicitación.
Era incuestionable: la letra era idéntica.
Me armé de valor y lo abrí. Adentro había una pequeña cuartilla, también azul pero de menor intensidad; seguía fluyendo el aroma tan agradable como tan poco reconocible en sus matices.
Tuve que leerlo muchas veces
«Querido hijo
Sólo quiero decirte que tanto tu madre como yo estamos muy bien. No tienes que tener ninguna preocupación por nosotros. Jamás nos podíamos imaginar tanto bienestar como el que tenemos aquí.
Tu madre te manda muchos besos.
Los dos te abrazamos infinitamente.
Hasta siempre hijo mío.»
Pasé la tarde sentado, ensimismado, mirando fijamente el sobre y la carta sin poder apartar la vista. No sabía qué pensar ni qué hacer.
Llegó mi mujer y le conté con todo detalle lo sucedido. Tomó la carta «¡Qué bien huele! Sí, se parece mucho la letra» Y dijo, también, que tenía que haber una explicación lógica.
Pasé la noche en vela buscando alguna razón para tanta duda. No la encontré.
Llamé al trabajo para decir que no contasen conmigo y fui directo a la Comisaría de Policía más cercana.
— ¿Y qué quiere que hagamos?—me preguntó un joven policía que no encontraba motivo para su intervención en ese asunto.
—No lo sé, agente; sinceramente, no lo sé. Pero tampoco sé qué hacer con esta historia tan extraña que me está llenando de nerviosismo.
—Espere aquí un momento.
El agente salió del despacho y minutos después volvió acompañado de una persona sin uniforme que se presentó como el Comisario.
—Ciertamente es un suceso extraño. Y, seguro que no es una broma, ¿no?…pues lo que podemos hacer—se rascaba la cabeza y miraba fijamente el sobre—, como mucho, ¿me entiende?, es consultar a nuestros peritos grafólogos si la letra es la de su padre; que no será, ya verá. ¿Nos puede aportar algún documento escrito de su mano?
—Aquí tengo uno, lo he traído para que comparen.
Les entregué la tarjeta postal; la miraron los dos, la pusieron al lado de la carta.
— Es muy parecida, lo que no quiere decir que sea la misma; ya nos lo dirán los técnicos. Me llama la atención el olor, muy bueno, muy agradable ¿verdad?, este papel perfumado debe ser caro, parece un artículo de lujo.
—Cuiden la carta, por favor—les dije con temor a que se deteriorara.
—Esté tranquilo. Mire, esto es…irregular, por llamarlo de alguna manera. No tendríamos que hacer nada—dijo el comisario —ya que no hay sospecha de ningún delito y, en apariencia, no hay vulneración de la ley. Vamos a tener en cuenta que usted está agobiado con este suceso y que nosotros estamos para ayudar a los ciudadanos. ¿Lo entiende? Y, por qué no decirlo, nos pica la curiosidad.
—Por supuesto, y les agradezco que intervengan. Les aseguro que estoy muy angustiado, esto me sobrepasa.
—No hay ninguna prueba ahora pero esto tendrá alguna explicación lógica—dijo el joven agente—. Tenga un poco de paciencia, ya le informaremos.
Pasaron unos días en los que no dejé de pensar constantemente en la dichosa carta, en aquellos colores azules tan especiales, en la letra escrita, en su aroma, en la aparición de aquél hombre en el autobús, sus maneras de moverse, su trayecto en el barrio, su entrada en la que fue mi casa.
Mi mujer me preguntaba si había novedades, sugería historias y causas que no tenían sentido, la veía mirarme a hurtadillas, preocupada por mi insomnio y mi estado de perplejidad y nerviosismo.
Por la casa, sobre todo en el cuarto de trabajo, se había expandido aquél olor, el aroma tan agradable y especial. No desaparecía; ni aumentaba ni disminuía, atenuaba cualquier otro perfume o desodorante ambiental. Lo percibía al abrir la puerta y, de inmediato, notaba una sensación de paz, de relax. «Hay fragancias que provocan estímulo del sistema límbico, es la base de la aromaterapia», me dijo un neurólogo amigo al que circunstancialmente le conté a grandes rasgos lo que aquellos días me preocupaba.
Las pocas personas a quienes conté la historia de la carta aseguraban, sin dudar, que todo eran casualidades. Una especie de pacto de varios sucesos normales que coincidían en el azar.
Eso mismo me dijeron los policías. Acudí a la comisaría inmediatamente tras su llamada.
—Tenemos que decirle que nuestros grafólogos dicen, sin ningún tipo de dudas, que efectivamente es la letra de su padre. Coincide perfectamente con la de la tarjeta postal que nos dejó.
— ¿Entonces?—pregunté atónito.
—Entonces nada. No sabemos qué ha pasado—dijo el comisario.
—Pero tiene que haber una explicación—añadió el agente.
—Pues yo no tengo ninguna. Ahora sí que estoy perplejo.
—Sus padres están muertos, nos ha dicho.
—Y enterrados. Mi padre hace 15 años, mi madre 12.
—Es muy difícil esta posibilidad pero, ¿sus padres iban a algún complejo de vacaciones, algún balneario?
—Sí, fueron varios años a un balneario cuando eran ya mayores.
—Se podría pensar en que alguno de esos años le escribieran esta carta para decirle que estaban bien, una carta convencional…y que se perdió, que quedó aislada en alguna parte del circuito postal; un cartero poco escrupuloso, un funcionario despistado, no sé…y que alguien del circuito ha intentado remediar el accidente, o el fallo—aventuró el comisario titubeante—, la han metido en otro sobre, posiblemente el anterior estaba deteriorado, y la han llevado a su destino. De vez en cuando aparecen cartas escritas hace muchos años.
—Imposible; en el sobre está escrita, por mi padre, la dirección, no hay franqueo, no hay remitente.
—Pues yo no encuentro no otra respuesta. Y…—el comisario hizo un ligero gesto que parecía indicar un súbito arrepentimiento por haber hablado de más.
—Y, ¿qué?—pregunté.
—No quería decirlo para no aumentar su inquietud. No hay huellas.
—No entiendo.
—Que no hay huellas; que no sé de qué material está hecho ese papel. No tiene ninguna huella.
—Pues yo lo he tocado repetidas veces.
—Y nosotros…pero no hay huellas. Extrañísimo. Es la primera vez que veo esto en toda mi carrera profesional.
Con más dudas que las que tenía antes de recurrir a la Policía, aquella tarde viajé al balneario al que habitualmente habían ido mis padres. Sus nombres figuraban en los antiguos registros pero no había ningún tipo de incidencia reflejada.
—Tantos años después es imposible que alguien recuerde algo. El suceso de esa carta no nos atañe; hay un buzón postal en la entrada, siempre ha estado allí, pero es de manipulación exclusiva por el personal de Correos. En el hipotético caso en que esa carta se hubiera extraviado en nuestras instalaciones se habría entregado en la oficina postal; si el sobre hubiera estado deteriorado se habría metido en uno de los nuestros ¿ve?—mostró uno—llevan el logotipo y el nombre de nuestra empresa. Es el procedimiento habitual.
El director de la oficina de correos dijo lo mismo. Todo envío extraviado se registra y se entrega con un protocolo.
—Este sobre—dijo cogiéndolo con sus dedos y agitándolo—carece de franqueo, de cualquier tipo de identificación…por cierto, qué bien huele, qué perfume tan exquisito.
Sólo quedaba una cosa que averiguar.
Con varias fotografías de los últimos años de mi padre fui a nuestra antigua casa. Ya no había nadie conocido pero necesitaba saber si aquella persona que vi entrar en el portal vivía allí, o alguien lo conocía. No hubo manera. Nadie sabía nada, nadie conocía a mi padre ni a alguien que se le pareciera mucho o poco.
Aquél día acabó muy tarde, de madrugada, con la carta y el sobre sobre mi mesa de trabajo, mirándolos sin poder apartar la vista, con los ojos prendidos en la caligrafía, letra por letra, leyendo el texto una y otra vez, atrapado en aquél aroma.
Al final, agotada mi cabeza y todos los razonamientos, vencido en la pelea por resolver tantas dudas, decidí guardar la carta y descansar.
Tardé en dormir, después tuve un sueño tan turbador como agradable.
Estaba en la aldea de mi padre, había nieve en las montañas que la rodeaban pero la temperatura era deliciosa. Veía praderas intensamente verdes, bosques frondosos; sentía una brisa suave con aromas vegetales.
Entre las viejas casas de piedra, por las pequeñas calles, había personas caminando, charlando en pequeños grupos, entre ellas mi madre, sentada a la sombra de un gran nogal en el centro de la plaza, conversando con otras mujeres del pueblo con la costura en su regazo.
Mi padre llevaba por las riendas un precioso caballo de color marrón, con el pelo brillante, con una mancha blanca en la frente.
—Te acompaño—me dijo.
—No me quiero ir de aquí; quiero quedarme—le dije con tristeza.
—No puedes quedarte ahora, ya vendrás, no tengas prisa; nos encontraremos todos aquí.
Seguimos caminando hasta el camino de salida del pueblo. Desde aquella atalaya se veía el extenso valle envuelto en una neblina azulada.
Comencé a descender y cuando había recorrido unos metros giré la vista para despedirme. Enmarcados en un fondo de cielo azul purísimo quedaban el rostro sonriente de mi padre y la cabeza del caballo.
Desperté con esa imagen fosforescente brillando en mi cerebro y una sensación llena de una alegre nostalgia.
Cuando fui consciente de dónde estaba salté de la cama y fui directo a mi despacho; quería ver la carta de nuevo, guardarla de una vez y dejar que el tiempo pasase poniendo punto y final a todo aquello tan inexplicable por una espontánea solución o por el olvido.
No la encontré. Había desaparecido.
A pesar de tener la absoluta seguridad, sabía perfectamente que se había quedado sobre la mesa, la busqué febrilmente por toda la casa. No quedaba otro rastro de ella que su aroma, ahora mucho más intenso.
Todavía hoy, ya ha pasado mucho tiempo, mi casa huele así.
© CHUAN ORUS 2020