LA MEMORIA DE MAQROLL: WISH YOU WERE HERE

Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio

arriba, más arriba, mucho más que las luces

que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados.

Queda también silencio entre nosotros, silencio

y ese beso igual que un largo túnel.

 

Idilio en el café

                                                           POR VIVIR AQUÍ

                                                           “LAS PERSONAS DEL VERBO”

                                                           Jaime Gil de Biedma

1

Fue en el concierto de Pink Floid en Madrid, julio de 1988. Llevaba meses ahorrando para comprar una entrada y al final la conseguí. Horas de espera para lograr una buena situación junto al escenario y un fuerte torbellino de empujones y carreras cuando abrieron las puertas. Perdí a todos mis amigos en el tumulto pero pude conseguir una buena situación razonablemente cerca del escenario. No me moví, preferí ver y escuchar bien a los Pink a su compañía.

Hasta la segunda canción no fui consciente de su presencia. Estábamos todos comprimidos en un contacto físico intenso, enardecidos y emocionados por la música, por los efectos visuales del espectáculo. Se pegó a mi cuerpo, notaba su espalda en mi pecho, sus nalgas en mis caderas. Un poquito más baja que yo veía el escenario por encima de su cabeza. Todos, como un bloque compacto, nos movíamos al compás de la música y en un momento determinado –creo que fue con The Wall– giró de improviso su cabeza hacia mí y exclamó “¿No es maravilloso?”. Sin esperar respuesta volvió su rostro hacia el escenario. Sus ojos, grandes y verdes, quedaros marcados a fuego en los míos. Tenía un pelo intensamente negro, liso, con un flequillo que llegaba a sus cejas. El rostro estaba delimitado en un óvalo suave, una nariz pequeña, una boca enmarcada por labios gruesos y sonrosados. En los pocos segundos que tuve para verla fui capaz de atrapar toda su belleza.

Entonces me di cuenta de su presencia y toda la absoluta atención que hasta entonces dedicaba al concierto la dividí entre la música y ella; mejor dicho, en la música con ella, porque ya todo fue diferente.

Desprendía un aroma de caramelo quemado, colonia suave y tabaco rubio; nunca había olido algo similar, en mi barrio no existían esos aromas, ni mucho menos chicas que olieran así, todo eran perfumes baratos, a veces ofensivos para las narices.

Cuando sonaron los primeros acordes de Wish You Were Here volvió de nuevo la cabeza hacia mí y con una mirada intensa hacia mis ojos me pidió con voz temblorosa “Por favor, abrázame

Apreté mis brazos envolviendo su cuerpo. Bajé la cabeza hasta que mi mejilla contactó con la suya. Sentía en mis manos la presión de sus pechos, el latido fuerte y acelerado de su corazón, su cuerpo adherido con fuerza al mío. Me di cuenta que tenía los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia atrás, como si mirase a un cielo propio en el que se mezclaban las emociones que aquella música le provocaban, mi contacto, y sabe dios qué más. Sin separarme ni un milímetro de ella también cerré los ojos y me dediqué a sentir su cuerpo, su olor, su calor, junto con la música que potenciada en una infinidad de watios penetraba en cada una de mis células y hacía vibrar todo mi ser.

Cuando acabó la canción se deshizo suavemente de mi abrazo, se volvió hacia mí y atrapando mi rostro con las dos manos me besó. Fue un beso largo, amplio, suave y violento a la vez, con una profusión de movimientos húmedos de labios y lenguas. Un beso en el que había algo parecido a una entrega desesperada, en el que se ponía en juego algo más que materia, en el que algo inmaterial se juntaba explosivamente con labios dolorosamente huérfanos.

Sobre mí cayó la revelación, como una bíblica lengua de fuego sobre mi cabeza: era la mujer con la que yo quería compartir mi vida y el resto de la eternidad.

Se volvió hacia el escenario sin decir una palabra cogiendo mis brazos con delicadeza y cruzándolos de nuevo en torno a su cuerpo. Seguimos así abrazados hasta que todo acabó. Entonces se deshizo de mi abrazo, me sonrió con dulzura y se incrustó hábilmente entre el tumulto que comenzaba a salir del recinto.

Intenté seguirla empujando, recibiendo insultos, amenazas y quejas; al principio veía su cabeza entre las centenares que se alejaban hacia la salida. El círculo de su pelo negro cada vez se hizo más y más pequeño hasta que desapareció.

Corrí como un loco al salir, buscándola entre los grupos que arrojaban las puertas. Cuando desesperado, casi me daba por vencido, me pareció verla subir en un coche junto con otras personas. Corrí hacia ella pero el vehículo arrancó rápidamente y desapareció en cuestión de segundos.

Nunca supe si aquella persona era ella.

Mis amigos me encontraron en una esquina, fumando un cigarrillo, mirando al infinito. No les dije nada ¿para qué?

En vez de regresar a casa me fui directamente al local donde ensayábamos. Con mi guitarra repetí hasta la extenuación los acordes de Wish you were here intentando retener en cada nota la sensación de su abrazo, de su beso, de su olor a caramelo. Así pasé el resto de la noche.

En el taller, por la mañana, no daba pie con bola. Tal es así que Manolo, el dueño, me miró con cara pocos amigos “¡Espabila coño!. El que tiene cojones para trasnochar los tiene que tener para trabajar. Y si no, ahí tienes la puerta”. Ese día no me despidió, lo hizo quince después.

Todos los días, cuando acababa de trabajar, la buscaba como un animal en celo. Me iba hacia el barrio de Salamanca, caminaba por Recoletos, recorría la Castellana de arriba abajo, llegué incluso a deambular por La Moraleja. Su ropa, su olor, su rostro, me indicaban que era de buena familia, de familia rica. Ya de noche el metro me dejaba en mi barrio, derrotado, triste.

Nunca la volví a ver.

A los amigos de mi grupo les pedí que incluyéramos en nuestro repertorio el Wish you were here. Al principio no querían, tirábamos más hacia el heavy metal, pero al final consintieron al amenazar con dejarles. En las pocas ocasiones que teníamos de actuar en colegios mayores, barriadas periféricas y pequeños pueblos, la tocábamos en momentos oportunos, cuando la gente ya no nos hacía caso o empezaba a marcharse. Yo, entonces, cerraba los ojos y notaba en cada vibración de la música aquellas caricias, aquél pelo negro, aquellos ojos intensamente verdes y cantaba con una voz extraña que salía de algún sitio en mí muy profundo.

En ocasiones se me escapaban las lágrimas.

 

2

Después del divorcio, desagradable y violento, me encontré con la carta de despido. La empresa cerraba y a los dueños no le importaban absolutamente nada los 150 trabajadores que íbamos a la calle. Alguna costumbre había acumulado, ya eran tres las veces que me había ocurrido lo mismo. Una temporada de paro, algún curso en el INEM, más para cumplir que para otra cosa y, si había suerte, otro trabajo que cada día estaba peor pagado.

Pero esta vez era distinto, 50 años ¿quién quería a alguien de 50 años? Y a eso había que añadir mi formación más corta que el día de Navidad. Apenas más estudios que el bachillerato y gracias, ni formación profesional ni muchos menos universidad. En el barrio había poca oportunidad, sí, pero eso no era excusa. Un mal enfoque de vida. Mis viejos, analfabetos, producto de aquella emigración monstruosa buscándose la vida como podían lo pobres, y yo escapando del instituto y soñando con otros cuatro imbéciles que íbamos a ser más famosos que Rosendo, casi como los Rolling.

La guitarra, eso sí, me quitaba las penas, me sentía bien cuando la tenía entre mis manos, cuando sentía la vibración potente del sonido, cuando encima de algún escenario, hecho con un remolque de tractor en cualquier pueblo donde a veces nos contrataban, veía a los jóvenes saltar como locos con el ritmo que les marcábamos. Lo peor era tocar pasodobles, obligatorios en las fiestas de cualquier sitio, para poder cobrar algo. Yo me desquitaba arrancando con Wish you were here, nunca la dejé de tocar en cualquier lugar en donde actuásemos. Siempre, siempre, me produjo la misma emoción.

Pero eso se acabó y vino todo lo demás como una catarata de problemas sin solución.

Con el divorcio me quedé sin lugar donde vivir. Afortunadamente no teníamos hijos y Margarita aceptó que no le pasase ni una perra si ella se quedaba con la casa, que era la casa de mis padres. Al final un tío soltero me acogió por ser familia, por interés “nos haremos compañía y con algo de tu paro podemos comer” y por solidaridad, “aquí estamos, los dos sin oficio ni beneficio”.

Por las noches oía roncar a mi tío y me debatía entre insomnios y pesadillas. Los amaneceres siempre me encontraban despierto dándole vueltas a mi vida y recordando, no hubo día que no lo hiciera, aquél abrazo y aquél beso, aquella mirada de ojos verdes, aquél olor a caramelo quemado, en el concierto de Pink Floid.

Por ese fenómeno misterioso de las emociones siempre la amé con locura. Estaba seguro que mi vida con ella habría sido diferente.

 

3

Sin ninguna confianza, con la carta del INEM en la mano y una carpeta de cartón que contenía mi currículum, un folio escrito escasamente en media cara con letra grande, me presenté en la empresa que buscaba personal y con la que mi oficina de paro había concertado una cita. Me dirigieron al despacho de la Dirección de Recursos Humanos.

Cuando la secretaria me hizo pasar al despacho de Dirección mi corazón casi se detuvo. Primero fue el olor a caramelo quemado, mezclado con colonia suave y aroma a tabaco rubio, que impregnaba el ambiente. Pero luego fue ella. Estaba allí, como una aparición, sentada tras una mesa de cristal, sonriendo con un gesto comercial educado y bien estudiado. Llevaba un vestido negro que hacía juego con su pelo; media melena de cabello brillante, el flequillo más corto. Sus ojos seguían intensamente verdes. En su frente amplia había unas mínimas arrugas y sus labios seguían siendo gruesos, coloreados de carmín rojo.

Yo temblaba tanto que me miró y animó de manera afable “esté tranquilo, por favor, vamos a ver qué podemos ofrecerle”. Mi cabeza estaba en otros lugares, no me concentraba en otra cosa que en mirarla. Las pocas preguntas que me hizo las contesté con torpeza, vacilante, tartamudo y nervioso hasta lo insoportable.

Mientras se tomaba un tiempo anormalmente largo, creo que por compasión, en leer las escasas líneas de mi currículum yo no podía quitar mis ojos de ella. Después, para intentar relajarme, me dediqué a observar su despacho. Minimalista, ordenado, apenas algún documento sobre la mesa de cristal, una orquídea en uno de los ángulos y una fotografía enmarcada de un hombre atlético, guapo, con camisa azul, bronceado, que extendía sus brazos cobijando a dos niños entre los doce y quince años. Luego volví a mirarla, a pensar que su alma necesitó la mía, que aquél cuerpo se entregó a mi abrazo, que esa boca se unió con la mía, que aquél concierto de Pink Floid pudo cambiar mi vida.

Levantó la vista y me miró con la profundidad de sus ojos verdes.

Vamos a ver si encaja en nuestras necesidades. La verdad es que tanto por edad como por formación, quiero serle sincera, no veo demasiadas posibilidades; pero espere a que decidamos. Le mantendremos informado”.

Asentí tontamente.

Ella se levantó dando por finalizado el encuentro y me tendió la mano. La estreché con fuerza reteniéndola unos segundos más de lo necesario y sin dejar de mirar directamente a sus ojos.

Di media vuelta musitando un “adiós” totalmente hueco.

Estaba a punto de cerrar la puerta cuando me volví hacia ella

— Wish you were here

— ¿Qué… cómo?

— Wish you were here — repetí.

 

Sin atreverme a mirar bajé los ojos, cerré la puerta y salí precipitadamente de la empresa, olfateando como un perro la mano que había estrechado la suya.

Olía a caramelo quemado.

 

FIN

2 pensamientos en “LA MEMORIA DE MAQROLL: WISH YOU WERE HERE

  1. Relato inteligente, sensual, divino. Se me acaban los adjetivos Javier.
    El final mas hermoso, inesperado y sorprendente que me podía imaginar
    Eres genial amigo

    Me gusta

  2. Ay Ginés, ¡qué mal crítico literario eres! Habitualmente son señores, o señoras, que sacan punta a todo con dramática seriedad y convierten en desastre lo que los aficionados como yo ejercemos como pasatiempo, disfrute o terapia. Con lo que has escrito te postulas como el paradigma del afecto, del cariño del amigo indispensable. Gracias. Sobre todo por aparecer constante entre estas historias de Maqroll. Espero que haya más y que sigas siendo uno de los fieles lectores. Un abrazo inmensamente fuerte.

    Me gusta

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s