Pasé de largo mirándolo por el rabillo del ojo y tres pasos más allá di la vuelta. Dejé una moneda en la cajita de cartón que tendía al nivel de la cintura de los peatones. Contenía poco dinero, muy poco, y la fotografía en color de una niña de unos dos años, imagino que era su hija.
Me miró a los ojos.
Le oí decir “Dios te bendiga”. Tenía una cara joven, un rostro bello, una mirada limpia, digna y triste desde unos ojos oscuros, ardiente, casi febril. Una mirada que se incrustó en mi ánimo, muy adentro.
Quise decirle algo pero no supe el qué. Tampoco pude. Noté una garra atrapando mi cuello, una presión fuerte en mi pecho que me impidió hablar. Creo recordar que hice un gesto convencional y seguí caminando.
Me asaltó un torrente de lágrimas lento y poderoso. Dejé que saliera sin detenerlo; noté las cosquillas de las gotas resbalando por mi cara, el ardor en los ojos, las imágenes de la calle desenfocadas, los faros de los automóviles provocando destellos en mi retina.
Ocurrió este pasado invierno. Había niebla en Zaragoza. Niebla y frío.
Fue un clímax puntual, el extremo visible de un gran depósito de emociones guardado a presión en mi interior. Hacía tiempo que sentía una gran necesidad de llorar. Ganas de encontrar un momento, unas condiciones favorecedoras de tiempo y espacio, para llorar y llorar. Para deshacerme en lágrimas, para licuarme y vaciar ese enorme almacén que me ahogaba. Llevaba mucha vida escondiendo esa parte sepultada bajo máscaras y poses, esa parte que se sostiene solo por la presencia de una gran resistencia aprendida día a día desde que yo recuerdo conocer el mundo.
Estaba cansado de tanto aguantar.
Dios te bendiga. Esas tres palabras rompieron algo dentro de mí. Un simple “gracias” no hubiera tenido trascendencia. Pero mi estado de ánimo, la juventud del que pedía, la foto de la niña, la mirada y ese deseo de bendición, para mí, por dios…
Hacía frío y niebla. Una atmósfera urbana inhóspita y dura.
Un grandísimo peso se apoyó en mi espalda. Me sentí desfallecido, agotado, hundido. Toda la gran tragedia del mundo reposaba en esa mirada, en esas tres palabras, en ese frío, en los faros de los automóviles que perforaban la niebla, en los seres anónimos que pasaban a mi lado sobre la acera húmeda como fantasmas huidizos.
Sin despreciar otras razones todo se escondía en la magnitud de mi corazón saturado de llanto. Mi corazón, mi pobre corazón tan sometido a vaivenes que ha aprendido a seguir caminando como los borrachos vacilantes. Mi corazón lleno de recuerdos y de emociones, que comienza ya a envejecer y con los años a tener un archivo poderoso con miles de historias perdidas en el tiempo que hablan de nombres, fechas, rostros, alegrías y penas, trabajos enredados en ese fango en el que las piernas se sumergen y cuesta lo indecible el caminar.
Estallidos de luz, sombras, voces, silencios… todo en un revoltijo espeso en donde se juntan los más variados y diferentes sentimientos hasta que sólo queda una madeja espesa, un magma viscoso que se adhiere al alma y no la deja respirar.
Y me fui calle adelante envuelto en el dolor más antiguo del hombre. La propia marca del ser humano que no sabe, ni sabrá nunca, qué diablos es, qué materia es la nuestra, qué objeto somos, qué burla más atroz del cosmos nos ha encerrado en esta esfera forrada de aire para vivir una cruel experiencia biológica que ya va durando millones de años.
Demasiados para tratarse de una broma, una pesada broma.
Atrás quedó el joven de la cajita de cartón con la foto de su niña, su mirada digna e implorante, su fracaso vital —que es nuestro fracaso colectivo— sobre la acera húmeda, entre la niebla, rodeado de seres impasibles que pasaban a su lado, totalmente indiferentes tanto a su petición como a su existencia.
Mientras tanto, a esa misma hora, en los grandes cenáculos del mundo se preparaban las mesas que iban a ser testigos mudos de la planificación exacta del dolor. De la muerte programada en números concretos. Del principio y fin de acciones que los muy pocos volcarían sobre los muchos. El poder y la fuerza del dominador sobre el dominado.
Después de miles de años sobre la tierra, después de toda una evolución histórica que los paleontólogos explican con dibujitos de monos más o menos feos que van cambiando hacia hombres más o menos guapos, se acaba concluyendo que no ha existido ninguna evolución que no sea la meramente física. Los pequeños cambios, la gruta por el adosado, la carne de dinosaurio por el solomillo de kobe, han sido muy poco significativos. El más fuerte, el dueño de la tribu, acaba con el competidor sin ninguna piedad. La quijada de burro se ha sustituido por el AK47, el napalm, la trilita o el sarín, combinado con otros métodos tan crueles o más pero que no manchan de sangre el escenario ni dejan otras huellas del asesino inmediato que unas cifras en un apunte bancario del que nadie, al final nadie, es el responsable.
Después de miles de años, yo, ser anónimo e insignificante, en el umbral de la vejez, iba llorando, caminando entre la niebla, con esas palabras “Dios te bendiga” incrustadas en lo más profundo de mi alma.
Y el hombre joven de mirada digna y ardiente seguía sentado en el suelo, en medio de la niebla, con una cajita de cartón en la mano que contenía algunas monedas, la fotografía de una niña y un callado grito de desesperación.