LA MESA DEL CAFE

A Marité, in memóriam

A cierta edad, un poco más allá de la juventud y un poco lejos de la vejez, es frecuente el menudeo de visitas al cementerio. Los mayores comienzan a abandonarnos, de vez en cuando hay alguien de nuestra edad que sucumbe y en dramáticas ocasiones es una persona joven a la que de la muerte le sorprende de forma más o menos traicionera. En cualquier caso para los que rozamos los 60 va siendo habitual el fallecimiento de algún allegado.

Hace pocos días yo he tenido el penoso deber de acompañar al viudo y a los hijos de mi querida prima Marité en el dolor de la despedida tras su muerte. Mi prima era una mujer bella, vital, una excelente persona, que se ha ido antes de lo estadísticamente señalado para su todavía joven edad y aparente salud.

Hablando de ella con familiares y amigos recordé la historia de Emiel Pauwels, un belga de 95 años que se acogió a la ley de eutanasia de su país tras ser diagnosticado de un cáncer de estómago que le impedía seguir la pasión de su vida: las carreras. Emiel corría desde los 14 años, a sus 95 seguía disputando competiciones y en ellas había ganado más de mil medallas. Un día antes de su muerte organizó una fiesta a la que asistieron las personas más queridas para él de las que se despidió antes de emprender su última carrera al más allá.

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EMIEL PAUWLES (Foto de J. Jacobs, AFP)

En Bélgica es tradición organizar lo que llaman “la mesa del café” tras el fallecimiento de una persona querida. Los allegados se reúnen alrededor de un café para recordarle, hablar de él, contar sus anécdotas, compartir su historia, haciendo que el dolor por la pérdida se impregne muchas veces de sonrisas, de sensaciones amables que hacen más breve el duelo y profundizan en el conocimiento y en el amor hacia la persona que ha partido. Pauwles organizó, todavía vivo, su “mesa del café” pudiéndola compartir con sus familiares y amigos más cercanos, posibilitando una larga conversación y una amorosa y eficaz despedida.

La muerte, como el nacimiento, son sucesos constantes en la vida de las personas. Aunque la leyenda urbana dice que el nacer y el morir nos igualan, si bien es cierto en el concepto, no lo es en la manera en que ocurren. Hay buenos y malos nacimientos, también buenas y malas muertes. A veces en dependencia del nivel de poder del sujeto y su entorno, con lo cual el reparto de igualdad ni es democrático ni justo. En cualquier caso ambos sucesos ocurren inevitablemente porque forman parte de la esencia de la vida en un equilibrio de fuerzas; no es un destino, es una evolución.

En el ser humano, en la persona social, la muerte significa la desaparición de un ser con el que se han establecido lazos afectivos y sociales, a veces muy intensos, con el que se ha convivido, con el que se han compartido intimidad y amor; seres que han tenido una influencia decisiva en nuestras vidas, que nos han creado, modelado y cuidado. Un día este ser desaparece, se apaga su voz, su mirada, su presencia física llenando el espacio se convierte sólo en un recuerdo, en unas fotografías, en una letra escrita en un papel, en un tema de conversación. En medio del marasmo, del dolor que sienten los vivos, quedan siempre esas quejas de no haber podido expresar lo que realmente sentían por él, de no haberle dado más tiempo, más cariño, más consuelo, más comprensión, más alegrías.

Todo eso se mitiga, parcialmente, cuando existe una constancia de que la muerte va a ser irremediable pero en un plazo más o menos sabido. Queda así un tiempo para la despedida, para solventar las cuentas pendientes, para poder hablar con amor y decirle cuánto le quisimos.

Richard Smith, editor de la prestigiosa revista médica British Medical Journal escribió un artículo titulado “¿Cómo te gustaría morir?” en el que a partir de un texto de Luis Buñuel en el que especulaba con su propia muerte

“….a veces creo que cuanto más rápido, mejor, como la muerte de mi amigo Max Aub, que murió de repente durante un juego de cartas. Pero la mayoría de las veces prefiero una muerte lenta, una que se espera, que me deja revisar mi vida para un último adiós…”.

invita al lector a reflexionar sobre la formas de muerte que pueden ocurrir en un ser humano.

Escribe que la muerte súbita, esa que todo el mundo dice “…yo ahora firmo morir así!..” es un final brusco, abrupto, de la vida; pero no sólo de la biológica sino de la vida de relación. Es un deseo egoísta y el que muere de esta manera se queda sin sentir los besos de su pareja, de sus hijos, de sus nietos, de sus amigos. Tampoco él los puede dar. La historia se detiene de golpe, la novela acaba de pronto sin que la trama continúe. Y el drama, ya por sí existente en toda muerte, es aquí brutal para los seres que sobreviven.

Afirma Smith que prefiere morir de cáncer. Esta aseveración de apariencia brutal la argumenta muy certeramente. El cáncer, dice, da un tiempo más o menos largo en el que el enfermo tiene una aceptable calidad de vida. Puede viajar, puede asistir a espectáculos, a comidas; puede hacer algún tipo de deporte, pasear, disfrutar del mar o del campo. Ese tiempo bien administrado le posibilita para repasar la propia vida, arreglar sus cuentas pendientes, solucionar dudas, rectificar conductas, influir positivamente en los cercanos, abrir el alma y el corazón para que todo lo que no se amó, o se hizo con insuficiencia, tenga ahora su tiempo oportuno. Da tiempo, además, si se tienen creencias religiosas de prepararse adecuadamente para el viaje final

El último párrafo de su artículo es de una irreprochable genialidad:

Esta es, lo reconozco, una visión romática de la muerte, pero se puede lograr con amor, morfina y whisky. Pero hay que mantener alejados a los oncólogos demasiado ambiciosos con lo que dejaremos de malgastar miles de millones tratando de curar el cáncer para al final morir de una muerte mucho más horrible”.

Además de una crítica a los tratamientos encarnizados que pueden mantener la vida biológica pero destruyen la dignidad del individuo expresa un deseo de independencia, de capacidad de decisión sobre cómo encarar la cuesta abajo. Para eso se debe de tener información y decisión que habrá que compartir con las personas íntimas que acompañen en el proceso y utilizar los mecanismos legales existentes como el Documento de Últimas Voluntades.

Y, como dice el filósofo Javier Sádaba en un lúcido y doliente artículo (“Recuerdo vivo”) huir del intervencionismo sobre los otros, dejar que decidan su propia suerte:

“…habría que desterrar la inveterada manía de arreglar y controlar la existencia de los otros. Dejemos que cada uno resuelva, a su manera, el modo de existir elegido y, en consecuencia, de rematar, dentro de sus posibilidades, dicha existencia…

…Sólo pido que no nos agudicen la tortura cuando ésta es su antesala y que respeten mi modo de vivir y morir como yo respeto el de los que no opinan como yo. Por lo demás, siempre nos queda el consuelo del poeta. Y es que la belleza pervive en el recuerdo”.

La muerte es inexcusable pero su forma no se puede elegir. Sí que puede darse opción al estilo de vida que de alguna manera también determinará la actitud ante su final. Dentro de la libertad que reclama Sádaba es recomendable, como hizo mi prima Marité, llenarla de bondad y amor para que la mesa del café que se convoque luego tenga una duración muy larga y en una sabia mezcla con lágrimas haya muchas y bellas historias, recuerdos llenos de añoranza, sonrisas y un profundo amor hacia el que se fue.

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