Y YO CON ESTOS PELOS! (Crónica de la mañana de un sábado)

Hoy no suena el despertador pero el biológico funciona con exactitud y a las 6.30 abro la mente. La radio está contando que la “carne de ternera blanca” viene de animales separados rápidamente de  sus madres e inmovilizados para que sus músculos, tras el sacrificio precoz,  tengan ese aspecto. La información acaba de despertarme  con un trabucazo de tristeza…en el frigo tengo recién comprados unos filetes de ternera blanca…mal empezamos. También hablan de huevos, de gallinas en jaulas que se destrozan las patas y otras maldades que el ser humano es capaz de hacer con los animalitos que sirven para nuestra alimentación. La mayoría ya los sabía pero esto de la ternera blanca me coge en fuera de juego.

No suelo mirarme mucho al espejo al levantar, prefiero hacerlo tras la ducha, y aún así lo hago con recelo. Esa cara boba al despertar, los años, las arrugas, el pelo canoso, la escasa belleza de mi rostro…en fin, que procuro no contemplarme demasiado. Pero hoy me he dado cuenta de las ondas exageradas, desordenadas y largas  que tenía mi cabello con lo que he decidido pasar por mi peluquero de cabecera.

Mi relación con el pelo es turbulenta. En mis años jóvenes, cuando lo moderno  era llevar una buena melena, yo jamás pude. La causa fundamental era mi componente genético que hace que en cuanto mis cabellos crecen comienzan a ondularse y alcanzar un volumen exagerado, antiestético, simplemente feo. Pero a eso se añadía mi padre que en cuanto observaba que la medida excedía un poco de lo tradicionalmente aceptable, en un hombre, decía eso de “mañana te cortas el pelo” y si yo oponía, rebatía, protestaba, simplemente enarcaba la ceja (creo que izquierda) sin decir nada y ya estaba todo dicho. (Señor, sí señor!!!, como los milicos USA de la tele). Yo envidiaba, envidio todavía, esos cabellos lisos, largos, rubios a ser posible. Hubiera dado lo que nunca he tenido por  ese tipo de melena, creo, además,  que hubiera cambiado mi vida (para bien) porque ese cabello hubiera sido el comienzo de una secuencia lógica parecida a esa de que “…por un clavo se perdió una guerra…” que me hubiera llevado a una tierra con arroyos de leche y miel. El Cuento de la Lechera ya lo escribió otro y no quiero repetir aunque sea con otra versión.

Vista mi imagen he comenzado el día con ese pequeño placer de comprar la prensa, elegir uno de mis cafés favoritos y abrir los periódicos junto a un café con leche y un cruasán. Placer de dioses que años antes hubiera acompañado con un cigarrillo, o dos, pero que ahora ya ni es conveniente ni sensato, ni posible.

Paseando con tranquilidad me he encaminado hacia El Tubo. Junto al Cabaret “El Plata”, de recuerdos imborrables de mi etapa universitaria, hay una pequeña peluquería masculina en la que se corta el pelo de manera rápida y eficaz, con un precio razonable y, lo mejor, como decía una persona queridísima para mí (Dios lo tenga en su gloria aunque le matará la cabeza de hablar y hablar) “Cuando el peluquero me pregunta  -Cómo se lo corto D. Juan Blas?- yo le contesto: -En silencio-”. Y aquí ocurre eso, además de rápido, eficaz y económico lo hace en silencio.

Cuando mi padre ordenaba el corte había que ir a la peluquería de “El Pelao” que estaba a unos centenares de metros de su taller de guarnicionería. El dueño, calvo para dar justicia a su sobrenombre,  era practicante y en un cuarto junto a los dos sillones de peluquería ponía inyecciones, medía tensiones, curaba pequeñas heridas y cosas por el estilo. Tenía dos peluqueros; uno que apenas hablaba y otro apodado “El Torero”, joven aficionado a los toros que pasaba los fines de semana en los pueblos en los que había fiestas con becerros haciendo su aprendizaje taurino. Nunca llegó a nada salvo a algún revolcón que mostraba exageradamente los lunes de manera que todo el barrio se enteraba. En medio de un corte de pelo cogía una de las blusas protectoras y se dedicaba a dar pases a un toro imaginario. Como entonces las peluquerías eran también tertulia, centros de una avanzada terapia de grupo, los asistentes voceaban olés! y cosas por el estilo. Yo allí tampoco decía nada. Me conocían como el hijo del guarnicionero, me sentaba en el sillón cuando me decían, me aplicaban el corte militar con aquellas tenacillas cortapelo manuales y a correr…ya lo pagará mi padre…era lo único que tenía que expresar.

CALLE CONDE ARANDA (Foto J Pardo)

CALLE CONDE ARANDA, ZARAGOZA (Foto J Pardo)

Ligero de pelo en mi cabeza, calzado y ropa cómoda, he dado un buen paseo tonificante. La larga y amplia calle Conde Aranda es un reducto mestizo que me fascina. Locutorios latinos, tiendas árabes, comercios de chinos, alguna lumi latina o negrita de imponentes y prietos traseros…una zona en la que se han acumulado los emigrantes y la han convertido en un centro multirracial y  multicultural. En medio de la calle, además, les colocaron ya hace años una buena dosis de palmeras con lo cual el paisaje y el paisanaje van acordes.

TIENDA DE AISSA (Foto J Pardo)

TIENDA DE AISSA , ZARAGOZA. (Foto J Pardo)

Paso por delante de la tienda de mi amigo  Aissa de la que sale un aroma fabuloso. Aissa, mi proveedor de comida árabe, es argelino y está casado con Sonia que es de un pueblo de León. Son una pareja encantadora, buenísima gente, trabajadores y cordiales. Hacen muy buena y variada comida  árabe y unos pollos asados con especias sensacionales. Asomo la cabeza y lo saludo “Aissa, salam aleikum, ezzayyak?” y Aisa, grande y guapetón,  metido en faena entre cus-cus, arroz, bureks y demás delicias que cocina, sonríe al escuchar mi árabe de manual de viaje socorrido y breve.

Alcanzo luego el Ebro y me detengo a mitad del puente de La Almozara para ver el panorama siempre gratificante para un zaragozano del río con la silueta al fondo de la basílica de El Pilar. El río camina hacia el mar con poco caudal, el Ebro bipolar que tan pronto nos ahoga como se deja atravesar a pie, y entre sus escasas aguas navegan, como pueden, esos estrafalarios barquitos, los “Ebrobus” que nuestro anterior alcalde, ese señor tan listo que era capaz de manejar como nadie dos ministerios a la vez, se inventó para el Expo y que son además de un buen agujero económico para las arcas municipales. Como el río es caprichoso cambia cuando le da la gana las corrientes y donde antes había calado para estos ingenios flotantes ahora no lo hay con lo que se han tenido que hacer dragados, que cuestan un riñón,  con enfado de gentes ilustradas que saben de qué va esto de la hidrología. Todo para que los barcos en cuestión naveguen una corta distancia a un precio considerable.

RIO EBRO EN ZARAGOZA (foto J Pardo)

RIO EBRO EN ZARAGOZA
(foto J Pardo)

A pesar de que la arboleda, la preciosa arboleda, de Macanaz desapareció y apenas quedan árboles ahora, las orillas del río se han humanizado y a ambos lados se han construido caminos asfaltados por los que es delicioso pasear. Me uno a paseantes con o sin perro, corredores, familias enteras en bicicleta, y paso por la zona origen de mi vida, ya evidentemente cambiada, que sigue teniendo un poder telúrico y me invita a detenerme. Veo a un niño jugando a la sombra de los chopos junto a un corro de mujeres sentadas en sillas de anea que cosen y charlan. Puedo sentir la hierba en mis piernas desnudas, el olor vegetal de la arboleda, el color del agua del río cercano, el ruido de los trenes que pasan entre grandes nubes de humo ceniciento y vapor blanquísimo camino del túnel junto al Puente de Piedra para llegar a la estación del Norte.

Sentados en la orilla hay pescadores, el paradigma de la paciencia, tan inmóviles como estatuas que parecen meditar sobre cuestiones importantes. En aquellos años se acumulaban en la salida de las cloacas donde con tremenda facilidad se pescaban barbos de tamaños espectaculares que iban directos a la cocina. Conozco a varias personas  que comían aquellos peces emponzoñados y que viven sanas con más de 80 años lo que demuestra que la mierda biológica engorda mientras que la otra, la química, destruye.

El río Ebro parte en dos esta ciudad vieja y cansada y varios puentes cruzan el río. Hace miles de años, cuando esto era una importante ciudad romana, el río era navegable y había un puerto fluvial. Ahora, además de los geniales Ebrobuses, navegan los deportistas con sus piraguas. En los años de mi niñez había barcas de madera que se podían alquilar para remar un rato por el cauce y otras de motor, la “petroleras” que hacían servicio de cruce del río porque los puentes eran escasos. Muy famosa fue la “barca del tío Toni” que amarrada a una sirga hacía viajes constantes para cruzar de un lado a otro.

Todas aquellas originalidades coyunturales acabaron y cruzo el río por el viejo Puente de Piedra repleto de turistas que se hacen fotografías  (“Please, can take a picture?…pues claro”) y jubilados que miran las aguas y vigilan atentamente la aparición del siluro comepalomas que debe estar fuera porque hace meses que no se habla de él.

Junto a los muros de la Basílica un ciclista hace eslalom entre los peatones. Mi padre, mis familiares, mis vecinos, circulaban por aquella Zaragoza en bicicleta. Cada una tenía una chapita con un número atada con un alambre y precintada que servía de identificación y de matrícula por la que se pagaba una pequeña cantidad al ayuntamiento. Sólo se podía circular por la calzada, si no el guardia de la porra hacía su trabajo y multaba. Ahora lo moderno, lo cool, es joder al peatón, salirse de los carriles bici y circular por las aceras a toda leche  demostrando la habilidad con el vehículo totalmente indocumentado, a veces quebrando caderas ajenas,  y la escasa cantidad de materia gris del cerebro del botarate que la conduce. Los guardias de la porra, lo que son los tiempos!, ahora ni caso.

Siempre he visitado los mercados por los abundantes países por los que he viajado. Son espacios llenos de colorido, de vida, y ofrecen una información fiable y  panorámica  de la sociedad a la que abastece. Hay que añadir a eso la espectacular galería que nutre a mi otra pasión, la fotográfica.

El de Zaragoza, sin ser espectacular,  es bonito y también colorido, lleno de personas vocingleras, con vendedores exagerados en los gestos y en las palabras al proclamar las bondades de su mercancía y otros calmos, quietos, como hormigas león que esperan que el cliente caiga en su trampa. También multirracial porque ya hay bastantes puestos regentados por emigrantes, algo que me agrada y me hace pensar en que la integración es un hecho incontestable.

Siempre que voy paso por la parada de un truhán, hay alguno del tipo tendero de la 13 rue del Percebe, que abusó de mí un día en el que descubrí sobre su mostrador un reclamo de robellones de aspecto fantástico a un precio muy bueno. Fanático de las setas le hice llenar mi bolsa con dos kilos y al ver que no los cogía de la canasta del mostrador le objeté pero replicó que eran los mismos. De los dos kilos apenas, creo, que salvé medio. Los demás estaban habitados por proteína en forma de gusanitos. Fui a protestar y, corta su memoria, ni se acordaba y lo creía imposible porque su mercancía siempre es de primera calidad, “…se confunde usted caballero…” . Así que siempre que voy paso por su puesto y me quedo mirándole, abriendo mis labios para que un imaginario diente metálico en mi boca brille y le haga temblar. Ya sé que no tiembla pero  tampoco tengo un diente metálico brillante…así que me conformo con mirar y trasmitirle por telepatía lo que pienso de él.

Después de pasar por Alí Babá busco un puesto de pescado. Llevo toda la semana con la obsesión de comer un chicharro. Tengo en mi mente las muchas veces que lo he comido en el puerto de Guetaria, maravillosamente asado en esas parrillas sobre  carbón vegetal logrando un punto increíble con ese refrito de ajos y guindilla con ligero sabor a vinagre. Ya sé que nunca lograré esto en mi humildísima cocina, pero más vale un gusto que mil panderos, así que buscando encuentro chicharros “de anzuelo” con precio muy razonable y me lanzo. El pescadero me trata en plan tonto  con bromas estúpidas, algo de sal gruesa y consejos vitales tan erráticos como inoportunos. Yo, impasible, serio,  sin quitar  mis gafas de sol, intento adoptar gesto de Inspector de Pescaderías de la Gestapo, pero nada. Así que pago y me voy con mi pez.

Ahora llega el problema que siempre nos surge a los que eventualmente nos metemos en la cocina a hacer experimentos. Esas cosas de la piel para arriba, la piel para abajo, sal antes, sal después, lo del refrito de ajos-guindilla…consulto al Oráculo Google y cada receta lo hace de manera diferente. Así que sentido común y escarbar en la memoria porque hace unos meses mi amigo Antonio, habitual de sidrerías vascas, me dijo cómo es lo del refrito. Ya sé que es imposible que el pez quede como los de Guetaria, para eso cualquier día cojo el coche y me planto en el puerto, pero espero que tenga algo de sabor.

El producto final es comestible, sabe parecido al getariako txitxarro (perdón si está mal escrito pero me sale así) y me siento moderadamente satisfecho.

BORJA Y COLO (Foto J Pardo)

BORJA Y COLO (Foto J Pardo)

Ante el espejo me atrevo a mirarme. Creo que mi peluquero ha hecho un buen trabajo. Me sigue tentando afeitar la cabeza, eliminar la barba, ser como mis grandísimos amigos Colo y Borja, pero no me atrevo a dar el paso. Tendré que  hacer una simulación con Photoshop a ver cómo puede quedar mi imagen. O mejor,  cuando salga este invierno para Africa haré un rapado integral, allí no me conoce casi nadie y a los que me conocen les importa un huevo, o dos, que vaya calvo o con melena hasta los pies.

Al final la cuestión se resume en que nada ni nadie me encuentre en una situación en la que piense “y yo con estos pelos!”.

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