Falta una hora aproximadamente para el aterrizaje en Tel Aviv cuando un miembro de la tripulación se dirige a mi asiento, pregunta por mi nombre y entregándome un sobre me informa que mi equipaje no ha sido cargado en el avión. Ante mi cara de asombro
me indica lo que tengo que hacer al llegar al aeropuerto. Me ha tocado, mala suerte. En la misma puerta de salida antes de abandonar la aeronave le pregunto si está seguro que soy yo el que no tiene la maleta en la bodega del Airbus. Pues sí.
“Please, my baggage is lost”. La persona que está al otro lado del mostrador de incidencias con equipajes, una señora ya entrada en años, me mira con aburrimiento y consulta la pantalla de su ordenador. Mirándome con altivez y con bastante autosuficiencia me contesta que “No lost!” ya que está localizado y llegará en un próximo vuelo, que conste que “No lost!”. Pues bien, estará localizado pero a mí me faltan unos calzoncillos y unas camisetas que me vendría muy bien tener en mi mano en este momento. No es la primera vez que me ocurre y lo encajo con deportividad esperando que la llegada de la maleta no se demore mucho. Hoy es jueves, la vuelta a España será el próximo lunes.
El hotel está muy cerca de la ciudad vieja, a escasos diez minutos caminando. Pasa el viernes caminando sobre las piedras centenarias de las estrechas calles de la Old City. Desde la Puerta de Jaffa, plano en mano, adelante y atrás, a la derecha y a la izquierda. Calles llenas de tiendas y tenderetes. En muchos momentos pienso que estoy en tantos otros lugares a los que he viajado porque el paisaje es el mismo. Incluso algún asfixiante vendedor me parece el mismo que un día ví en El Cairo , Estambul, Alepo o Marrakesh…tendrán sucursales?…viajarán junto con sus potenciales clientes?…son descendientes de aquellos mercaderes que Jesús expulsó del templo?. El calor impone una parada a la sombra. Pido una cerveza. No hay cerveza mister. Estoy en el barrio árabe. No alcohol sorry. Pues una Coca Cola… qué le vamos a hacer!. Con la guía abierta sobre la mesa hacemos un intento planificador. Hoy es viernes y por lo tanto los árabes cerrarán. A la caída del sol comenzará la fiesta judía y cerrarán hasta mañana sábado por la noche, el Sabath. Y el domingo los cristianos tendrán su fiesta. Un lío. Se acerca un árabe y me da un folleto en español que explica qué es el Islam.
En la Iglesia del Santo Sepulcro hay una larga fila para entrar a una capilla que según dicen se construyó en torno a la tumba de Jesús. Espera paciente. Al Santuario hay que acceder por una pequeña puerta vigilada con esmero por un hombre con sotana, barba y gorrito que identifico, creo, con sacerdote ortodoxo griego. Es un auténtico cancerbero que apenas el visitante ha penetrado en la capilla y antes de que le de tiempo a ver qué hay, y menos a hacer una fotografía, lo expulsa con modales bruscos que se vuelven muy airados si no se le obedece con rapidez. Ni recuerdo lo que he visto.
En otro lugar del templo hay una losa junto a la que multitud de personas se arrodillan apoyando en ella manos y cabezas, orando con fervor. Pasan sobre la superficie pañuelos, objetos diversos, al parecer en un intento de atrapar la fuerza telúrica, el poder santificante de esa piedra en la que, dicen, se sitúa la unción y el sudario de Jesús. La guía dice que la losa data de 1810.
Con más dudas que certezas salimos a la calle y en el camino buscando la Vía Dolorosa encontramos el rezo musulmán del viernes en una estrecha calle del zoco ocupada por decenas de hombres que arrodillados en el suelo hacen su oración. Al fondo un grupo de policías israelitas armados como si fueran a la 3ª y 4ª guerras mundiales juntas cierran la calle. En pie, con los brazos cruzados, se alzan firmes frente a los islámicos. Los de la primera fila al bajar sus cabezas al suelo necesariamente lo harán junto a las puntas de las botas judías. Muy elocuente.
Por la Vía Dolorosa dice la tradición que Jesús llevó la cruz hasta el Calvario. El trayecto, dicen los libros, ha ido cambiando a lo largo de los siglos. Se identifican con números romanos las estaciones del Vía Crucis pero lo que más llama la atención es la inmensa cantidad de tiendas, aquello es un zoco desmesurado en el que se vende de todo. Por supuesto los objetos y réplicas religiosas cristianas tienen una nutrida presencia y veo, por primera vez en mi vida, entre horrorizado y divertido muchos lugares donde venden coronas de espinas. En medio el mundial de fútbol como inicio de conversación y reclamo para el intento de venta. “You are from?, Spain, Oh…Spain triste…”. Ya pero además de que el fútbol no me importa en absoluto no compro nada. Al menos hoy.
A la caída del sol Jerusalem se paraliza. Literalmente. La avenida de Jaffa lleva hacia el hotel y por ella pasa una línea de tranvía. Pero ya no hay tranvía. Y tiendas, cafés, restaurantes han cerrado. El sabath.
La maleta no ha llegado. Amablemente la única persona que hay en la recepción se ofrece a llamar a los teléfonos que me dieron para saber dónde anda el dichoso equipaje no lost (que conste). Llama a uno, llama a otro, vuelve a llamar…nadie contesta al otro lado y me entrega de nuevo el papelito con una sonrisa de impotencia y dos palabras “Sorry, sabath”.
El autobús 21 lleva a Belén. Aprovechando que es sábado y este autobús, palestino, funciona decidimos pasar la mañana allí. Según la guía de viaje lo más interesante de visitar es la Iglesia de La Natividad, donde nació Jesús. Y ver muy por encima un territorio palestino a muy pocos kilómetros de la ciudad judía.
Los últimos bloques de apartamentos de Jerusalem dan paso, en un corto espacio de tiempo, a construcciones incompletas, calles deficientemente asfaltadas, o simplemente sin pavimento, y sensación de desorden y pobreza. En un lateral de la carretera el alto e inaccesible muro que se prolonga en el horizonte. Junto a la parada del autobús un buen número de taxis amarillos con sus conductores a la búsqueda de turistas, los lugares que habitualmente se visitan están lejos y tras una empinada subida.
Comienza el largo, aburrido y, para mí, fatigante proceso de regateo. Y la suerte nos destina un taxista especialmente pesado y correoso. Establecemos tres lugares only de la multitud que ofrece y el tanteo comienza cuando se echa las manos a la cabeza horrorizado por el precio que, alternativamente al suyo, ofrecemos. Y vuelta a decir, libro de fotografías en mano, las bellezas que perdemos, la estupidez que cometemos, lo poco que nos va a costar… Al final no cedemos en las tres visitas, only, y cedemos en subir hasta el precio que se pacta. Ninety.
Tras decir no a varios guías profesionales que están a la caza en la puerta de la Iglesia de la Natividad descubrimos que está en obras de restauración. Todas las columnas, con bellísimas pinturas dicen, están forradas de plástico y madera. El suelo con mosaicos totalmente tapados. Así que no vemos casi nada. Hay una fila, ya nutrida a esta primera hora de la mañana, para ver el lugar exacto donde nació Jesús. Pero hasta dentro de media hora no abren. Estamos junto a unas muchachas turcas con sus pañuelos en la cabeza, unos bellísimos etíopes, unos norteamericanos y un grupo nipón que disparan sus Nikon sin cesar a todo lo que se mueve y a todo lo inmóvil. Sigue llegando gente que se va incorporando a la fila. Los guías de los grupos hablan con los sacerdotes, creo que también ortodoxos griegos, y los pasan por un cortocircuito, imagino que engrasado con dinero, por delante de los que vamos por libre. Al final somos un grupo compacto, apretados unos contra otros, que camina en bloque y en el que los japoneses se distinguen por su habilidad al poner los codos y ganar posiciones. Hay que bajar unas escaleras y en una especie de chicane peligrosa acceder por una puerta muy pequeña en la que nadie recuerda normas de urbanidad. En la guerra todo vale. Y todo para ver el lugar del nacimiento de Jesús, marcado con una estrella de plata, sólo unos segundos, empujados por las severas órdenes de un joven policía.
El taxista palestino nos lleva según lo acordado de vuelta al autobús y al ir a pagarle dice que de ninety nada, que ha estado esperando mucho tiempo en la iglesia. Pues lo pactado era lo pactado. Que no, que la gasolina está cara. Sí pero hemos acordado ninety. Ya pero es que los palestinos somos pobres. Ese argumento me acaba de enfadar y le indico que ninety! con energía, dándole un billete de one hundred y esperando el cambio. Comienza a hablar en árabe con signos indiscutibles de mentar a mis muertos y me da los ten que sobran. En el checkpoint para el bus suben dos muchachos policía, chico y chica jovencísimos, para controlar a los pasajeros. Llevan cada uno un buen fusil de asalto.
Hoy sabath en el Muro de las Lamentaciones impresiona la gran cantidad de personas que se reúnen allí para orar, cantar, danzar. Hombres a un lado, mujeres a otro. Unos con ropas ortodoxas, otros en camiseta y pantalones cortos, todos con la cabeza cubierta con los sombreros negros de ala ancha, otros con unos curiosos cilindros de terciopelo o peluche encasquetados en sus cabezas o simplemente con la kippah. Con la cabeza cubierta me introduzco entre la multitud. Hay jóvenes y viejos, con sus talit y filacterias rituales leyendo, casi gritando, los versículos mientras hacen movimientos repetidos. Otros apoyan sus cabezas en el muro en un éxtasis místico total. Veo lágrimas resbalando en rostros apoyados en los bloques de piedra. Otros conversan. Otros cantan. Otros bailan. Aparece una gran cantidad de soldados con sus fusiles al hombro que forman un círculo y danzan divertidos. Las grietas del muro están llenas de papelitos en los que hay escritas peticiones. Tanto en el recinto junto al muro como en la gran plaza externa, numerosos vigilantes van a la caza de todo aquel que intenta hacer fotografías “No foto. Sabath, no foto!”.
A la caída del sol acaba el sabath. Abren restaurantes y cafés. La ciudad recobra de inmediato una vida normal. Llega la maleta.
Ayer buscando la entrada a la explanada de las mezquitas acabamos en una de las varias entradas que hay en la muralla que rodea el gran recinto árabe. Unos policías israelitas nos impidieron la entrada y ante mis preguntas no me indicaron las respuestas y no miraron el plano que les enseñaba. Ante su no amabilidad nos retiramos con idea de ir a la oficina de turismo. Resueltas las incógnitas gracias a un guía de turismo latinoamericano que al escuchar nuestro español espontáneamente nos aclaró alguna duda, nos encontramos hoy domingo en una gran fila para acceder a la zona de las mezquitas musulmanas. Paciencia bajo el sol justiciero, pasaporte, arco detector de metales, registro de bolsos y bolsas. Por fin accedemos a Haram esh-Sharif, una amplia extensión de terreno en donde se ubicó el templo de Salomón, y en la que entre muchos otros edificios menores, se encuentran las mezquitas de El-Aqsa y la bellísima Mezquita de la Roca.
Cerradas a los no musulmanes nos tenemos que contentar con pasear por su exterior entre patrullas de policías, grupos de mujeres que hablan y ríen y grupos de hombres que cantan y rezan. Una foto cogidos por el hombro desata el celo del vigilante islámico que nos indica muy serio que allí no se abraza (curioso concepto del abrazo) para hacerse fotografías. Ni para otras cosas claro. En medio del paseo se escucha un griterío rítmico. Ante una de las puertas de salida custodiada por los policías israelitas un buen grupo de hombres y mujeres se manifiestan. Los policías reaccionan cruzando los brazos ocupando el vano de la puerta y, uno de ellos, filmando con una cámara de vídeo a los manifestantes.
El museo del Holocausto, el Yad Vashem, está en las afueras de Jerusalem. Tras recorrer las salas llenas de información sobre aquél horror me asalta el recuerdo de una pasada visita al campo de concentración de Mauthausen en Austria y la profunda herida en mi ánimo que me produjo. Un recinto del museo, el Memorial a los Niños, finaliza el recorrido por el museo erizando todavía más la piel al escuchar una voz que pausada y monótonamente va diciendo los nombres de los niños y su nacionalidad, en medio de una oscuridad casi completa en la que brillan centenares de lucecitas que parecen flotar como estrellas en el espacio. La emoción me pide cerrar los ojos y conectar con todos los dioses. En el museo hay una sinagoga y se escuchan cantos. Una buena manera de acabar la visita puede ser entrar y participar en esa vibración espiritual colectiva pidiendo paz, justicia y solidaridad entre los hombres. Pero el portero a unos diez metros de la puerta nos hace señales de que no, que no pasamos.
En la salida vemos caminar hacia nosotros un depredador en forma de taxista. La negociación es corta. Precio cerrado, según él, eighty. Le digo que mejor poner taxímetro pero él argumenta que va a salir más caro…y creo, debe ser alucinación debida al fuerte sol, que al decir esto salta un destello brillante desde uno de sus colmillos. Me gustaría asumir el riesgo pero intuyo, qué mal pensado soy, que en ese caso dará vueltas y vueltas en una ciudad desconocida para mí y caótica para el tráfico, hasta que el contador supere ampliamente los eighty. Así que bajo la cabeza y digo ok.
Paseo tranquilo por Mea Shearim, el barrio donde viven los judíos ultraortodoxos, tras leer con atención los carteles en los que sus habitantes nos comunican a las visitas que no somos muy bienvenidas, que respetemos su forma de vida y que no llevemos ropas “inmodestas”. Como ese término de “ropa inmodesta” es ambiguo y relativo lo explican para que nadie se lleve a engaño. A pesar de las advertencias que sobre la visita a este barrio hay en muchos relatos que pueblan la web global nadie nos incordia. También es verdad que no molestamos a nadie. El respeto, generalmente, llama al respeto.
Ya es lunes y desde la ventanilla del avión de vuelta a España veo Tel Aviv y su larga playa. Mientras ganamos altura una duda me asalta, habrán cargado la maleta?.