Hay momentos en los viajes en los que la sensación de paz se une a la despreocupación, al bienestar y al júbilo. Tiempo plano, detenido, en el que no hay que hacer otra cosa que sentir la belleza de un paisaje, dejarse llevar por caminos lejanos y desconocidos, dejar libre el pensamiento
y dejarlo vagar por sus propios derroteros sin hacer ningún esfuerzo en otra cosa que no sea sentirse vivo, en ese placer de integrarse con el universo que nos rodea; descubrir rincones, bosques, ríos, desiertos, mares, montañas, animales, personas, lenguas, culturas.
Solos o en buena compañía, pero siempre con el deseo de absorber como una esponja gigante, comprender a los seres que a nuestro lado pueblan este mundo, dejar de lado prejuicios, rebajar nuestra insoportable egolatría, saber que existen rincones alejados en los que la vida discurre paralela y vale tanto como la nuestra, en los que también existe el sufrimiento y la alegría, los afanes y deseos. Porque nadie es mejor que nadie, ni existen otras diferencias que las derivadas de la cultura, de la lengua; geografía pura: latitud y longitud. Nada más.
Vivir un viaje es vivir eso.
Volver de allí es aumentar nuestra humildad y nuestra tolerancia; reconocer nuestra identidad de seres humanos transitando junto a otros en ese camino tan corto que va entre el nacimiento y la muerte.
Si al volver a casa no se ha dado ese cambio, el viaje no ha servido para nada.

PESCADOR. LAGO INLE. MYANMAR
Me sentí dueño del universo, así lo tengo escrito en un cuaderno de notas, recorriendo el Lago Inle en Myanmar a bordo de una lancha con unos buenos amigos. Aquel día, la gran superficie líquida llena de lirios de agua era una lámina plana, brillante al sol temprano de la mañana; la barca se deslizaba rápida y de vez en cuando yo hundía la mano en el agua fresca del lago. Alrededor había pescadores, artesanos peculiares recogiendo su pequeña pesca diaria; lanchas que transportaban mercancías y personas, pájaros y montañas boscosas entre las que, de vez en cuando se divisaba el brillo dorado de algún templo. Estaba inmerso en el descubrimiento de un maravilloso país de historia antigua y convulsa; una cultura muy diferente y alejada de la mía, unas personas que tenían, como yo, alegrías y tristezas, que buscaban cada día su sustento; que amaban, que odiaban, que tenían un corazón como el mío y que, al despertar, sentían una esperanza muy parecida a la que siento yo cada mañana.
Allí estaba yo, entre un paisaje idílico, en medio de un universo de agua, bajo un cielo azul purísimo, sintiendo el aire fresco en mi rostro, mecido por el balanceo de la lancha y el monótono y adormecedor ruido del motor, hundiendo las manos en el agua, sólo pendiente de integrarme en lo desconocido, con el único trabajo de dejarme llevar para ser otra persona, con el deseo de bajar de ese falso pedestal que occidente nos coloca bajo nuestros pies, para integrarme con otros seres, en el agua, en el bosque, en el cielo.
Revivo esta sensación cuando recorro con mis amigos el Rio Dulce, en Guatemala, camino de Livingston. He cambiado de continente pero no de sensaciones ni de propósitos. También el ruido del motor me provoca ese hipnotismo, un leve sueño que potencia el relax y un gozoso sentimiento de no hacer otra cosa que admirar la belleza del paisaje.
Ni siquiera especular qué voy a ver después. Libros e informaciones dicen que para llegar a Livingston desde el interior de Guatemala hay que recorrer el río, sólo es posible por barco, por el momento no existen carreteras.
El río Dulce nace del lago más grande de Guatemala, el Izábal, y se dirige hacia la costa del Caribe guatemalteco, desembocando en el mar en la ciudad de Livingston.
Hemos comenzado bordeando el castillo de San Felipe de Lara, una construcción defensora de los ataques bucaneros construido en 1652 y rehabilitado en 1959, bajo un cielo brumoso que poco a poco se extingue para dejar paso a un sol que estimula colores y personas.

RIO DULCE
El recorrido es gozosamente lento, así la vista se prende cómoda y admirada en la vegetación de las orillas, llenas de árboles, matorrales, enredaderas, palmeras y manglares.
Con frecuencia aparecen casas de madera situadas en las zonas más bellas y en el interior de numerosos brazos acuáticos que parten de la corriente principal y encierran rincones de gran belleza llenos de nenúfares. Por las casas, niños, tendederos con ropa multicolor, personas y animales domésticos, dan el acento vital humano a un espacio tan bello como salvaje.
Junto al agua se ven garzas blancas que esperan pacientes su oportunidad de comer, quietas en las orillas; iguanas trepando por los árboles, muchos tipos de pájaros entre los que destacan pequeñas aves acuáticas y colonias de cormoranes; la fauna es especialmente diversa. Bajo la superficie, dicen, existen manatíes.
Después de atravesar la zona más estrecha del río se accede a las inmediaciones de Livingston. Nos recibe una vieja barca poblada de pelícanos calentándose al sol, indiferentes a nuestro paso.
Desembarcamos en el puerto de Livingston, pequeña ciudad de calles rectas, perpendiculares, formando una cuadrícula, con casas pintadas de colores vivos, impronta caribeña.
La etnia afroamericana de los garífunas se extiende por el sur de Belice, Nicaragua, Honduras y Guatemala. Son descendientes de los esclavos africanos. Su origen se encuentra en un naufragio en la isla caribeña de San Vicente en el siglo XVII; los esclavos que sobrevivieron se mezclaron con indígenas caribes. Ocupada la isla en 1796 por los británicos fueron deportaron a Honduras; desde allí se extendieron por el litoral del mar Caribe.

MUJER GARIFUNA CON SU HIJO

PUERTO DE LIVINGSTON. HOMBRE GARIFUNA
La mayor parte de la población de Livingston es garífuna; tienen cultura propia con una lengua mezcla de francés, lenguas africanas y caribeñas.
Tomo una cerveza Gallo en Las Tres Garífunas y converso brevemente con el dueño; entre otras historias me cuenta que la población garífuna disminuye por causa de la emigración pero, orgullosos de su origen, hay grupos constituidos para mantener y extender su lengua y cultura.

RESTAURANTE. LIVINGSTON
En el regreso por Rio Dulce nos detenemos en un restaurante, El Viajero, parcialmente construido sobre palafitos encima del río. El muelle, el acceso es únicamente fluvial, está lleno de lanchas y sus comedores repletos de personas.
Comemos un plato típico: el Tapado Garífuna, una auténtica delicia mezcla de caldo de pescado, leche de coco, plátano, yuca, mariscos, pescados, arroz blanco, especias y algo más, que posiblemente da el sabor peculiar y, ante la pregunta sobre la receta, se lo queda para sí la cocinera.

TAPADO GARIFUNA. RESTAURANTE EL VIAJERO. RIO DULCE
Hemos conectado, lo confieso, los teléfonos móviles a la red inhalámbrica del restaurante. En un momento determinado la conexión desaparece y en la búsqueda de los terminales solo hay otra wifi, protegida, que se denomina “Escobar”. Alguien de entre mis amigos comenta que hay unas personas comiendo en una zona más aislada y que a su lado están unos individuos con aspecto de guardaespaldas. La imaginación se dispara hasta lo novelesco; pero lo cierto es que cuando ese grupo se va en su lancha, la wifi Escobar desaparece y de nuevo, y sin problemas, se conecta la del restaurante.
La anécdota da para una jugosa sobremesa.
Alguien de la zona comenta, con un guiño, que por allí hay mucho colombiano.
Cae el sol hacia el oeste llenando de color rojizo las nubes de un ocaso perfecto.
No sé si soy el dueño del universo pero navegando hacia mi destino siento que hoy la tierra me pertenece.
© (texto y fotos) CHUAN ORUS 2020
Magnífica descripción. Sólo falta la receta…..
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