El pacto de los peatones con los automovilistas en Nápoles está al margen de toda reglamentación. Los semáforos, las señales de tráfico, son meramente orientativas y casi siempre sirven únicamente de elementos decorativos. Aunque
es un deporte arriesgado, es posible cruzar una calle con los ojos cerrados, los vehículos frenarán, pararán o esquivarán al intruso. De la misma manera cuando un vehículo no se detenga ante un semáforo en rojo, los peatones lo dejarán pasar. Y en todos los casos sin ninguna protesta, permitiendo el despropósito porque ambos, conductor y peatón, cometerán las mismas bellaquerías, cada uno en su papel.

CALLE DE NAPOLES
Es un detalle significativo de esta ciudad alocada, divertida, sucia, bella, desordenada, caótica, en la que han vivido griegos, romanos, bizantinos, normandos, franceses, aragoneses, españoles y austríacos, que han ido dejando su impronta, su carácter, su formas de ser y pensar; una ciudad peculiar, distinta al resto de Italia, habitada por personas gesticulantes, gritonas, amables, orgullosas, divertidas, locas. La napolitana por excelencia, la actriz Sofía Loren, puntualizó: “¡No soy italiana, soy napolitana!” Nápoles es el paradigma de la alegría de vivir y también de la puesta en escena de la tragedia de la existencia; un gran teatro por el que desfila cada uno de los que habitan esta extensa y antiquísima ciudad que se acuesta entre colinas, junto al mar, bajo la sombra austera y amenazante del Vesubio.
La pizza, la mamma, el dialecto napolitano, la camorra y esa locura colectiva son las señas de identidad de esta ciudad tan hermosa como especial, en todos los sentidos de la palabra.
El pulso urbano se toma en el casco histórico. Tres largas y estrechas calles (Vía Anticaglia, Vía dei Tribunali y Vía Vicaria Vecchia) conectadas entre sí por pequeños callejones, algunos diminutos en su amplitud, coronados de ropa secándose que llena los tendederos. Territorio poblado hasta el agobio por personas en todas las direcciones junto con motos , bicicletas, monopatines y algún que otro vehículo allá donde el espacio permite el paso.
Calles, mercados al aire libre, plazas, como la de Dante, en la que los chiquillos juegan al futbol mientras hombres y mujeres sentados en los bancos conversan animadamente haciendo del espacio público el salón de su casa. En los mercados los comerciantes vocean sus mercancías; decenas de inmigrantes venden tabaco de contrabando o falsificaciones junto a los impasibles carabinieri. Iglesias y palacios, antiguas casonas llenas de arte por todos los costados, por el suelo, por los muros, por el techo.
Paredes desconchadas, pinturas ocres desvaídas, pizzerías por doquier, las antiguas exhibiendo sus hornos artesanales, pequeñas trattorias donde el vino de la casa se vende en jarras y en las que un humilde plato de pasta alcanza esa categoría de comida noble, artesanal y exquisita.
Desde la estación central en la Plaza Garibaldi un destartalado tren de cercanías, el Transvesubiano, no lleva a Pompeia. Trayecto largo, apretados unos contra otros en el más literal ejemplo de la sardina en cubo. A mi lado un italiano mayor mal vestido, sucio, huele a queso rancio; un poco más allá otro, preocupado por los carteristas, grita “Atencione al portafoglio” y al abrirse la puerta en unas de las estaciones impide el paso de una mujer de rasgos y vestidos árabes dando una patada al carro de bebé, vacío, con el que la mujer intenta acceder –totalmente imposible- al interior del vagón. Más de las tres cuartas partes del pasaje somos extranjeros.
Plinio el Joven escribió que “…volvieron las tinieblas y otra vez la ceniza, densa y espesa. De vez en cuando nos levantábamos para sacudirnos las cenizas, de lo contrario nos habrían cubierto y ahogado con su peso” Pompeya llegó a tener 20.000 habitantes de los cuales 2.000 murieron abrasados por la lava que escupió el Vesubio el 24 de agosto del año 79 DC a las 10 de la mañana. Años antes, el 62, sufrió un grave terremoto
Pompeya se mantiene en pie, en parte por las precisas labores arqueológicas que comenzaron ya en 1748 y el constante mantenimiento, ofreciendo un bello y emocionante testimonio de la extensión y características de esta ciudad que al parecer, no se sabe con precisión, fue fundada en el año 7 AC.
Pasear por sus calles, pisar las calzadas de piedras milenarias hendidas por las ruedas de los carros, entrar en las tabernas, en las casas bellamente decoradas con frescos y mosaicos, acceder a las termas, caminar por el mercado o entrar en el anfiteatro, es volar con la imaginación a un mundo perdido, a un pasado anclado en los comienzos de la historia de nuestra civilización. Una ciudad organizada con los recursos necesarios para su funcionamiento: mercado, tabernas, termas, anfiteatro, incluso un burdel que, por cierto, es la estrella de la visita de los turistas.
Los mosaicos, los frescos, traen con mucha fidelidad la imagen de aquellas personas, sus vestidos, sus joyas, sus peinados, sus rostros; sin embargo el sonido es algo que no hay manera de evocar ¿cómo sonarían las voces? ¿cómo sería el bullicio del mercado, el ruido ambiental de la ciudad, el rumor de las conversaciones? Las calles, bien diseñadas en su cuadrícula, se pierden en la verde campiña de la Campania. El Vesubio se yergue en el fondo del paisaje.
Buscando la Iglesia del Pio Monte en la que hay cuadros de Caravaggio, caminamos por una calleja especialmente estrecha. Un coche diminuto que nos precede se detiene y de él descienden un hombre y una mujer jóvenes. Del maletero sacan unas cajas de cartón. Los rebasamos y seguimos nuestro trayecto. Por delante tenemos a una mujer de mediana edad que lleva de la mano a una niña. Súbitamente se escucha un disparo. Sorprendidos miramos hacia atrás y vemos cómo la mujer joven suelta la caja y con un chillido corre y se refugia detrás del coche. La mujer y la niña aceleran el paso y siguen casi corriendo calle arriba. Nos tienta saber qué ha pasado pero imaginando que puede organizarse la de San Quintín o vernos envueltos en algo imprevisto, aguantamos la curiosidad y aceleramos el paso hasta la Iglesia de Pio Monte. Estamos en la cuna de la Camorra, no sabemos si ese disparo ha salido o no de una pistola mafiosa pero la imaginación nos hace pensar en historias que enlazan con ella.
Durante la II Guerra Mundial, Nápoles fue ocupada por el ejército Alemán en 1943; sin embargo los soldados invasores fueron expulsados rápidamente gracias a la participación de la población y de grupos organizados de los bajos fondos napolitanos.
Tras ello, los Aliados fueron incapaces de poner orden en el caos en que se convirtió la ciudad. La única manera de organizar medianamente aquel desbarajuste fue pedir ayuda a la mafia. Esta colaboró eficazmente con la contrapartida de la vista gorda de las autoridades ante sus negocios de estraperlo y extorsión. Fue el punto de inicio del potente desarrollo de la Camorra.
La memoria de haber leído el brutal testimonio, “Gomorra”, de Roberto Saviano, el disparo, el agobio de los pocos transeúntes que ocupamos la calleja y la fantasía de estar en el núcleo de la organización mafiosa, suben la temperatura de la imaginación y en cada persona con aspecto peculiar con la que nos cruzamos vemos un supuesto camorrista. No es demasiado descabellado, los entendidos dicen que en la región napolitada funcionan unos 100 clanes mafiosos que en total agrupan a unos 10.000 miembros activos y otros tantos indirectos. Es bastante probable que en algún momento del paseo hayamos cruzado la mirada con alguno de ellos.
El de la pistola, quien quiera que sea, posiblemente se emocione con el milagro de la sangre de San Genaro, visite diariamente a la mamma, coma su pasta y antes del disparo haga la señal de la cruz ante una de las capillas que llenan el Nápoles antiguo. Nadie como el napolitano, camorrista o no, para creer en los poderes de vírgenes y santos, los de la suerte y los maleficios para los que se proveerá de algún amuleto adornando su cuerpo o hará algún tipo de gesto para conjurar el “mal’occhio”. Son así.
Ahora es Semana Santa y en una de las plazas del casco histórico nos encontramos con una escena surrealista. Un grupo de personas lleva unos grandes estandartes que en el anverso tienen la imagen de un santo o una virgen y por el reverso el nombre o nombres, con o sin fotografías, de las personas que lo han financiado. Cuatro músicos, la composición típica de una charanga en cualquier pueblo o ciudad de España, ponen el fondo musical más propio de unas fiestas locales o una despedida de soltero. Y a ese ritmo los estandartes, animados por una especie de organizador, se acercan al fondo de la plaza en donde hay colocados carteles con fotografías de vírgenes y alguna imagen, en una especie de danza. Cuando todos han hecho su baile cuatro muchachas vestidas con pantalón y camiseta blanca, cogidas por los hombros, hacen también su peculiar trote para acabar, con indicación del organizador, tendidas en el suelo. Mientras la peculiar charanga sigue repitiendo el mismo tema musical, los últimos participantes llevan en hombros una especie de “paso” decorado con papeles brillantes y unos cohetes salen disparados hacia la noche napolitana.
Comparando con la Semana Santa española es difícil entender que se trate de una manifestación religiosa.
En un tranquilo restaurante al borde del mar Tirreno, junto al castillo del Ouvo, comemos unos deliciosos tagliatelle con langosta y vino bianco de la casa mientras dos músicos callejeros entrados en años, mandolina y guitarra, entonan “Torna a Surrento”.
El día es soleado, caluroso, el mar está en calma y el Vesubio, erguido en el horizonte, sigue por el momento dormido.

VESUVIO Y NAPOLES DESDE SORRENTO
© (Texto y fotos) CHUAN ORUS 2020