LA DECISION DE MANUEL

A mi extensa familia de Alcubierre que además

de quererme llenó mi cabeza con muchas historias.

“…Mi canto está sembrado de un bancal de lágrimas,

bajo la antorcha partida, bajo los salmos funerales.

Pero también desde mi voz se levanta la denuncia,

desde mis labios se levanta una promesa,

desde mi mano un cuchillo o una condenación

para el maldito homicida, para los reos del incendio…”

LA MUERTE O LA VIDA

Manuel Pinillos

“…estoy cansado hermano;

me siento como un viejo

inútil que ya hizo

todo el mal que podía

y está de sobra aquí…”

Carta a mi hermano

ALGO SUCEDE

José Agustín Goytisolo

Estamos viejos Perreta. Como si hubiéramos vivido mil años. A ti te cuesta levantarte, te duelen los huesos. No puedes decirlo pero lo sé sólo con verte. Apenas oyes y ves mal. Tienes los ojos turbios y noto que para conocerme me hueles; sales a mi encuentro levantando el hocico, venteando mi olor, el olor de tu amo, el de las matas del monte pegado a mis pantalones, el de mis manos, el de mi ropa. Sólo mantienes el olfato que debe ser lo último que os queda a los perros cuando apenas tenéis vida. A mí también me duele todo y se me han ido averiando muchos sentidos. Veo mal, me dice el médico que tengo cataratas, oigo mucho peor que el año pasado, hay comidas que ya no me apetecen y que antes me gustaban mucho. Duermo mal y me levanto muchas veces a mear. Y sobre todo ya no tengo alegría; estoy seco Perreta, seco. Ya me da igual que estos campos estén verdes o yermos, que la balsa tenga agua o no, que la paridera esté llena de corderos o que solo tenga silencio y ese fiemo endurecido por los años. He perdido la ilusión Perreta, todo…lo he perdido ya todo”.

Manuel está sentado en un desvencijado asiento de automóvil, sabe dios de dónde ha salido, apoyado en la pared junto a la puerta de entrada a la paridera. La perra dormita a sus pies, ignorante del monólogo que su amo desgrana entre dientes. La mañana de primavera es luminosa, sopla un viento ligero y fresco desde Guara y, allí protegidos, el sol acaricia al hombre y al perro con tierna tibieza.

Mucho más que media vida. Ovejas, corderos, labrar, sembrar, segar. Pocas veces con el gozo de ver cómo la lluvia regaba los secanos, casi siempre con el cielo sin nubes y la tierra seca, cuarteada, resquebrajada como las arrugas profundas de los viejos que con gestos adustos profetizaban largas sequías y cosechas desastrosas. La memoria lúcida de aquella guerra en la que la paridera fue refugio durante muchos meses compartiendo aquel corral de ganado con cuatro familias más, todos parientes lejanos. Un pequeño pueblo de viejos, niños, animales y miedo. Sin jóvenes, todos estaban fuera matándose unos a otros.

Frente a la paridera, la única herencia que recibió Manuel de su padre, una pequeña balsa coronada de juncos. Nunca faltó el agua, poca o mucha, para que bebieran los animales y las personas; para regar el pequeño huerto que en tiempos difíciles algo ayudó. Un agua verdosa donde chapoteaban las ranas y que tenía sabor a barro pero que era la única que había. El canal pasaba lejos, justo por donde algunos habían querido que pasase.

Entonces, aquí junto a la puerta siempre se sentaba la abuela Patro. Negra de pies a cabeza. Pañuelo negro, camisa negra, chaqueta negra, sayas negras, alpargatas negras. Toda su vida un luto enlazado con otro sin apenas respiro. Un día no se levantaba a pesar de que la llamaba su hija para comer “La creímos dormida y al intentar despertarla cayó como un fardo al suelo. Estaba muerta. ¡Qué disgusto Perreta, qué disgusto! En el costado tenía un buen boquete. Un trozo de metralla perdida, no supimos de dónde vino, la mató. Ni un quejido, ni un gesto… nada. La sangre empapó sus sayas negras sin caer al suelo. La enterramos junto a los almendros. ¡Qué malos tiempos!

Ahora es primavera y los campos están verdes. Las lluvias, por el momento, han llegado a tiempo y los sementeros están crecidos. Manuel se levanta. Perreta se despereza, se estira y duda. Al final lo sigue despacio. Hombre y perra entran en el primer campo junto a la pared del aprisco. Manuel hunde la mano y coge un puñado de tierra con brotes de trigo.

Bueno, bien…hay tempero. A ver si sigue así y llueve más. ¿Ves, Perreta? buena planta, buena tierra, humedad…huele bien ”.

Y acerca el puñado de tierra a la nariz de la perra que en un principio aproxima el hocico pero enseguida lo retira con desilusión.

Aunque da igual, todo da igual. ¿Qué vamos a hacer? No queda nada Perreta, no nos queda nada. No tenemos ya futuro. Y todo esto, este campo, ya no tiene razón de ser, no tiene sentido. ¡Y cuánta fatiga, cuánto cansancio para llegar hasta aquí! A tu madre se lo podrías preguntar…y a tu abuelo. ¡Cuánta agua de balsa hemos bebido, cuántos meses abrasadores, cuantísimo frío! Nadie sabe lo que hemos pasado; sólo nosotros Perreta, sólo nosotros”.

Manuel se apoya en basta pared de guijarros recubierta de cal. Por allá a lo lejos, por encima de Monte Oscuro, llegaban aquellos aviones zumbando como abejetas furiosas con los aguijones afilados avanzando hacia Alcubierre, descendiendo poco a poco y picoteando con rabia todo lo que se encontraban. Estallidos, ráfagas de ametralladora, fogonazos amarillentos entre densas nubes de humo negro y gris. Las casas despanzurradas con los maderos dislocados apuntando al cielo entre los escombros de paredes y tejados dejando ver la intimidad de algún dormitorio amputado, sostenido todavía el suelo por algún milagro increíble. Los pajares ardiendo, vomitando humo y llamas, y los animales correteando incrédulos por la calle buscando comida entre la miseria.

Después de aquél feroz bombardeo fue con el burro a comprobar cómo estaba la casa. Todo lo vio, atravesando la plaza y la carretera de Zaragoza llena de agujeros, entre coches y camiones, hogueras en las que se calentaban grupos de soldados que hablaban idiomas desconocidos; los escasos vecinos que no habían evacuado el pueblo preguntando a Manuel, saludando fugazmente, todos huidizos como hurones metiéndose entre las ruinas de sus casas y mirando su paso por las ventanas. Había escombros, montículos de piedras, tejas y maderos tapando las callejas, las bombas habían destrozado casas y pajares, pero la suya estaba en pie. No había ya cristales, todos rotos hechos añicos, pero los tabiques y el tejado resistían. El vano de entrada, sin puerta, hacía inútil la llave.

En el patio habían hecho una hoguera quemando las sillas, las puertas, la cadiera, los marcos de las ventanas, la barandilla de la escalera. Quedaban las cenizas en medio de la sala, la mancha oscura del fuego en las losas, los restos de tizones apagados, la ceniza gris. Latas vacías, botellas rotas, papeles, trapos, excrementos resecos.

La habitación, su dormitorio, aún tenía puerta pero estaba cerrada y no la podía abrir; Manuel empujaba pero no cedía, en el interior algo impedía abrirla. Ante su insistencia empezó a escuchar vagos rumores, sonidos de pisadas, un amago de tos y después voces.

Hermano, hermano…¿qué quieres hermano?

Manuel no sabía qué hacer.

Hermano, que te vas a perder ¡hermano, hermano!…no vayas, ven…te van a matar ¡hermano, hermano!

Sollozos, lamentos, golpes en el suelo, en las paredes; ruidos secos de patadas, de puñetazos.

Los soldados sacaron a un miliciano borracho, sucio, medio desnudo, que apenas se tenía en pie y que llamaba constantemente a su compañero muerto. Todavía hoy ve su cuerpo desmadejado, apoyados los brazos, como un cristo crucificado, en los hombros de sus compañeros, arrastrando los pies, con la cara sucia embalsada de lágrimas y la expresión de una tristeza infinita.

Apoyado en el quicio de la puerta de la paridera mira hacia la penumbra del interior. El viento le trae el olor, el inconfundible y familiar olor, a chimenea, a hollín viejo. Hace ya muchos años que al abrir la puerta no recibe el calor del ganado ni se escuchan balidos ni esquilas. Solo hay un rumor de silencio adornado hoy por el ruido del viento.

Trajeron lo imprescindible en dos carros, apretaron a los animales en un lado y tendieron los colchones en el otro extremo de la paridera. Con sacos, sábanas y mantas hicieron tabiques que preservaron a duras penas la intimidad. Día tras día, semana a semana, mes a mes. De vez en cuando el ruido de la guerra, el humo gris, las explosiones lejanas.

Llegaron aquí y se llevaron unos cuantos corderos, los que quisieron, y dejaron un papel escrito con lápiz y letra torpe con el que, algún día, la república pagaría los animales. Se fueron y nadie pagó. Después llegaron los otros y también vinieron a por corderos. No hubo ni siquiera papel, era un deber, dijeron.

Hubo que arreglarse con poco. Todos estaban acostumbrados a las penurias, venían de la misma escuela, pero el hambre de los críos era doloroso, un mordisco constante en el alma. Hambre, mocos, sabañones.

Ámprame una saca de harina…no, no tengo con qué pagarte.

Me lo pones difícil pero por ser para ti, somos parientes, aquí la tienes.

Te la pagaré cuando pueda.

No te preocupes, cédeme esa punta de viña que tienes hacia la

sierra y en paz.

Hubo alguna que otra saca, la harina menguaba con rapidez, y otros campos, tenías muy pocos y pequeños, pasaron a otras manos. ¡Qué ibas a hacer!

Cuando todo aquello acabó hubo que labrar campos ajenos, echar el hígado por la boca hundiendo el arado detrás de los machos de otro. Ya no quedaban ovejas; entre las que mataste para comer, las que se llevaron y las que murieron no quedó nada en la paridera. Por eso tuviste que buscar un jornal que por puro capricho ajeno a días llegaba y a días no. Mientras las caballerías descansaban repasaste los lazos: un par de conejos. Uno para casa y otro para vender. La mujer del cabo te había pedido uno, al guardiacivil le gustaba el arroz con conejo de monte, y hoy podrías sumar unas pocas perras al jornal.

El civil comió conejo y al día siguiente te mandó llamar al cuartel para comunicarte la multa por cazar sin permiso.

Aborreciste aquella carne pero eso salvó a las tripas roñosas de irse a la cama de vacío. Aborreciste también aquellos uniformes, a los tricornios de charol, a tu propio miedo que te hacía incapaz de mantener aquella mirada gélida, con acento raro, extremeño o andaluz decían, incrustada fijamente en tus ojos.

Tu hijo, tan crío todavía, sí que fue capaz de mantenerla. Por eso otro día te dieron el recado de que tenías que ir a hablar con el cabo. Allí estabas tú, deslomado y sudoroso, con la boina en el respeto de las manos dolorosamente encallecidas, escuchando que sabían todo, que cuidaras con él porque iba con malas compañías. Cuando esa noche junto a la lumbre se lo dijiste también te miró muy fijo a los ojos y viste una mirada de fuego, decidida, y escuchaste lo que sospechabas. Hablaba de justicia, de libertad, de igualdad, de repartir…y entre aquellas palabras aterrorizado escuchaste otra vez el zumbido de las abejetas rabiosas que saliendo por Monte Oscuro caían sobre Alcubierre para matar los sueños. Recordaste las historias de Cucaracha que contaban los mayores y entre aquellos cuentos y el eco de la voz del cabo creció en tu pecho un temor poderoso que te fue envolviendo. Aquella noche no pudiste dormir.

Lo sabías, o por lo menos lo sospechabas. Tuvo que ir a África. Un primo lejano, sargento en Jaca, intentó reclamarlo pero fue imposible. No hubo permisos, no hubo concesiones. Cuando volvió, más de un año había pasado, aquel fuego de su mirada se había convertido en brasas infernales y llegó con el corazón anegado de rabia y rencor. De vez en cuando salía de Alcubierre y en unos días nadie sabía dónde estaba. Cuando volvía, pasaba las noches en su alcoba enfrascado en leer unos papeles arrugados. Apenas hablaba.

Aquél San Caprasio fue alegre. Todo el mundo tenía necesidad de olvidar, la cosecha había sido buena, hubo jotas y risas y corrió el vino en abundancia. Te avisaron con urgencia y cuando llegaste corriendo y sofocado pudiste ver cómo los sujetaban a uno y a otro. Como un trueno nacido entre el corro de espectadores, se escuchó una voz cavernosa, inconfundible, recitando un mortífero poema

Jorge

saca la navaja

y raja a ese rojo

de arriba abajo

Unos metros más allá los tricornios de charol permanecieron inmóviles.

Decidió marchar a Barcelona. Para nada sirvieron los llantos y los ruegos de la madre. Tú callaste ¿para qué hablar?.

Las noticias desde entonces llegaron con cuentagotas. Sólo sabías que estaba vivo y un día te dijeron, de nuevo en el cuartel, que estaba en la cárcel “por rojo” añadió el cabo. Pascuala fue a verlo y le llevó ropa y comida, no podía llevarle otra cosa. Unos años después escribió desde Francia. Luego dejasteis de saber de él.

Siguieron los amaneceres gélidos, la escarcha, la lluvia, las nieblas, el viento. El sol abrasando, las tormentas. Como una maldición antes de amanecer ya estabas despierto y comenzaba la rutina diaria allá donde decidía el que te pagaba el jornal. Rutina que te parecía una especie de pena de muerte conmutada por trabajos forzados porque sólo esperabas eso, el final del día, el final de tu vida, de una vida que ya entonces se te antojaba demasiado larga, demasiado penosa. En medio de tu espíritu un fondo de miedo, de temor que te hacía vivir en un sobresalto contínuo.

Como aquel domingo jugando la partida en el casino, tu único asueto, en el que se abrió la puerta de golpe y con estrépito vocinglero entró un grupo de personas que llenó el salón. Aquellos hombres bajaban de la sierra enfebrecidos, había sido la celebración de San Simón, y muchos vestían camisa azul y correajes. Les acompañaban unos cuantos del pueblo. Tú notaste un fino temblor en las manos y cruzaste miradas elocuentes con tus compañeros de juego. Los ojos fijos en el tapete verde, la maestría con el guiñote convertida en torpeza, un precipitado final de lo que otros días duraba hasta bien entrada la tarde.

Justo en el momento en el que comenzaron a cantar “…con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer…” cruzabas la puerta bajo miradas despectivas y antes de meterte en tu casa fuiste caminando sin rumbo notando en la cabeza el zumbido de las abejetas furiosas y sin saber por qué te llegó a la cabeza el olor de la sangre fresca, ese olor que notaste con fuerza cuando fuiste, unos días después de que comenzase todo, a recoger en el matadero junto a la carretera de Lanaja el cuerpo de Basilio, tu vecino y amigo, tirado en un rincón con las manos todavía atadas junto a pequeños charcos de sangre coagulada que teñían de carmesí negruzco las losas de la sala.

La sangre de los hombres olía diferente a la de los animales. Acostumbrado a la de los corderos y cerdos, notaste que la de las personas era distinta, tenía un desagradable aroma dulzón que oliste aquel día por primera vez.

El recuerdo se hizo tan poderoso que antes de entrar en tu casa te invadieron unas grandes naúseas y vomitaste en la esquina junto a la era cuando no te veía nadie. Pascuala te notó pálido, con malas ganas, y corrió a prepararte una manzanilla sin preguntarte nada. Vuestro mundo, después de tantos sucesos, se había construido en silencios; sin preguntas ni respuestas.

La amargura se instaló poderosa y permanentemente en tu alma. A tu lado fueron creciendo familias jóvenes que te recordaban constantemente a tu hijo desaparecido. Jóvenes que crecían en un mundo muy diferente al que tú habías conocido.

Los domingos, caminando con la única compañía del perro, ibas a la paridera. Allí solo, en medio del campo, te sentías más tranquilo, notabas que la pena se atenuaba. Sentado en el sillón desvencijado y apoyada la cabeza en la pared bajabas la boina hasta los ojos y disfrutabas de la caricia del sol y del viento. Los pensamientos hostiles se diluían entre el sirrio seco del suelo. De vez en cuando veías fantasmas, seres transparentes que desde la puerta te sonreían. Muchos días te hubieras quedado allí para siempre.

Porque estabas cansado, con un cansancio absoluto, sin ánimo para seguir adelante.

Cuando notaste aquellos bultos en las en las ingles pensaste que estabas herniado. Tanto esfuerzo repetido, tanta mala vida… pero el médico, ese hombre joven que había llegado hacía poco, te dijo que no, que no eran hernias y que tenías más bultos por el cuerpo. Luego los análisis confirmaron que no era buena cosa y que tenías que ir a Huesca para ingresar en el hospital. Ante tu insistencia te contó que el tratamiento era muy fuerte, unos goteros que te darían vómitos y harían que se te cayera el pelo.

No quisiste saber más y a pesar de Pascuala, que pasaba el día y la noche carrañando, le dijiste al médico que de momento no irías. Le pediste un tiempo para pensarlo.

Ahora ya lo habías decidido.

Vamos Perreta, vamos poco a poco a casa. Ya es hora. No te preocupes que iremos despacio, los dos estamos cansados”.

Perreta caminaba despacio a tu lado hundiendo las blandas almohadillas de sus dedos en la tierra blanquecina, dejando su huella fiel junto a la de tus pies.

Pascuala ­­­estaba sentada en la puerta conversando con su vecina Felisa.

Lávate que vamos a comer” Manuel se inclinó y le dio un beso en la frente “Pero chico, ¿qué haces…estás loco? No te digo yo que éste no está en lo que celebra. Anda ¡tira para arriba, estalentao!”.

Se las quedó mirando. Las mujeres siguieron con su cháchara ignorándolo.

Adiós” dijo en voz muy baja.

Llegó a su habitación. El sol entraba a raudales por la pequeña ventana. Más de cuarenta años divisando el mismo paisaje que sólo cambiaba con la luz del día, con la lluvia, con la niebla; las paredes de ladrillo de la casa de enfrente, la calle terrosa, las eras un poco más a la izquierda, la pequeña plaza de suelo de cemento a la derecha. Abrió el armario que chirrió con el mismo lamento de siempre y sacó la escopeta de caza que guardaba en un rincón. Esa escopeta le había acompañado toda su vida, una escopeta antigua pero ligera y exacta que cuando la tomaba en sus manos y apuntaba parecía que se integrara en su abrazo, como una mujer que respondiera con la misma firmeza a una caricia. Un arma que junto a los lazos le había dado la posibilidad de alimentar a la familia comiendo día tras día conejo, patatas y un poco de arroz. Por eso la cuidaba, limpiaba y engrasaba con mimo, por eso la guardaba junto con la ropa en un lugar cerrado y seco.

Abrió el cañón y colocó un cartucho que tenía escondido en el fondo del cajón de la mesilla. Un cartucho de postas, una munición de gruesas bolas de plomo.

Se quitó los zapatos y los dejó paralelos, bien colocados, bajo la cama. La boina la colgó en una pequeña percha en la puerta de la alcoba. Se quedó mirando el cuadro del Corazón de Jesús que presidía la habitación. Siempre le había parecido que los ojos de Jesucristo miraban a los suyos. Como si estuvieran conectados por esa manera de mirar que de vez en cuando se establece entre las personas y que no necesita palabras que expliquen lo que se intenta comunicar. Y ya, por fin, se acostó en el centro de la cama.

Allá en lo alto las vigas, los viejos maderos de pino brillantes de barniz que destacaban entre el techo blanco de cal. Su memoria estaba repleta de pensamientos con el fondo de aquellos maderos, días de pesadumbre, insomnios, búsqueda de soluciones a problemas irresolubles que le agobiaban, todo con la compañía de aquellas vigas. Conocía perfectamente cada una de las grietas en la madera, los nudos, los matices de color que cambiaban con la luz. Eran identidades prendidas en la suya. Detalles mínimos que sabía de memoria como las arrugas de su frente o los pliegues de sus manos. Podría, si supiera, dibujarlos a la perfección con los ojos cerrados. Era el paisaje que durante años y años le había acompañado, lo último que veía antes de apagar la luz, lo primero al despertar.

Sus sentidos se afilaron. Escuchaba ahora esos ruidos cotidianos que habían pasado antes totalmente imperceptibles. El canto del gallo, el ronroneo del tractor que pasaba por la calle, el rumor de la conversación de Pascuala y Felisa, el tic tac del viejo despertador, el piar de los pájaros. La música de fondo de su vida, los sonidos que, como las vigas, le habían acompañado día a día y a los que apenas había prestado una mínima atención.

Paseó la vista por la habitación observando sin saber por qué a todos aquellos objetos inanimados que también formaban parte de su existencia. El armario, la cómoda, las dos sillas, la lámpara de filigranas de cristal con alambres desnudos a los que faltaban ya muchas cuentas de vidrio. Los dos pequeños cuadros con el Sagrado Corazón, sobre la cama, y un paisaje de montañas nevadas y praderas que les regalaron al comprar algún mueble. La fotografía amarillenta de la boda.

Y de pronto todo se detuvo. Todo enmudeció. Como si una fuerza máxima le arrancase del suelo notó que el mundo se detenía y él comenzaba a girar en un vértigo alocado. Proyectada en su cabeza, su vida tomó la forma de una película, una película en la que se vio inmerso como espectador y protagonista. En el silencio de la alcoba escuchó las voces de sus padres, la de antiguos familiares, compañeros, amigos. Llegaron los fantasmas de la paridera, los vio mirarle muy de cerca, como si fueran miopes o como si lo examinaran bajo la lente de un microscopio. Hablaban y hablaban, conversaciones inconexas, nombres, gritos. Aquel maldito vómito imperioso con voz ronca y terrible

Jorgesacalanavajayrajaaesterojodearribaabajo!

Y aparecieron animales, campos inmensos llenos de tierra gris, seca y agrietada, tractores con fuerte olor a gasoil que se hundían en grandes nubes de polvo, aviones lanzando bombas, muertos encogidos en las cunetas llenos de moscas y sangre negruzca, nieblas espesas, frío. Mucho frío.

Notó la extrañeza de la ausencia de miedo. Sintió el inmenso aburrimiento de vivir, la sensación de que nada le pertenecía, de que todo le volvía la espalda y quedaba en una tierra de nadie, desnudo como un pez, sin otra misión que olvidar, cerrar los ojos, dormir. La amargura que le había envuelto durante toda su vida, que había llenado todos sus rincones, se iba diluyendo. Llegó una gran sensación de fatiga extrema, mucho más allá, muy diferente, a ese cansancio que hacía meses le invadía.

Callar, dormir, descansar. Sobre todo descansar.

Manuel apoyó con firmeza el cañón de la escopeta bajo la barbilla y cerró los ojos.

Tras el estampido, durante un único segundo, todo quedó en silencio.

Después volvieron impasibles todos los sonidos del mundo sobre los que sobresalían los gritos de las dos mujeres enloquecidas.

© JAVIER PARDO BERDUN 2015

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