Soy hijo de un artesano. Sin herencia por orden de nacimiento salió de su aldea para buscar la vida como buenamente pudo. Accidentalmente se formó como guarnicionero, igualmente podría haber sido ebanista, fontanero o camarero, pero el cuero fue lo primero que llegó a sus manos.
Por circunstancias diversas desde muy joven trabajé
en el taller de mi padre. Ya la guarnicionería como tal no existía. Las caballerías, que ya habían desaparecido en las labores agrícolas, estaban sustituidas por máquinas. Pero el cuero seguía, sigue, siendo un material noble de múltiples usos y en vez de fabricar y reparar aparejos equinos hacíamos carteras, cinturones, billeteros, collares para perros y muchos otros objetos de piel.
Para mi padre no fue una elección vocacional, se lo encontró de frente, inesperadamente, cuando buscaba lo que fuera para poder vivir. A partir de ahí aplicó toda su voluntad, todo su cuidado, toda su sensibilidad y tesón para que su negocio funcionara a base de trabajo y calidad.
Mis 13 o 14 años me pillaron junto a él en el sótano donde tenía su taller. Había días en los que llegaban unos grandes paquetes de pieles desde las tenerías. Había que desembalarlas, extenderlas, comprobar sus medidas con la nota que venía desde la fábrica. Las extendíamos sobre las mesas del taller y el artesano, mi padre, pasaba la mano acariciando el cuero, lentamente, para comprobar la suavidad, el grosor, la ausencia de defectos, la calidad de lo que había llegado. Así, con lentitud exasperante para mi paciencia —muchas veces esto ocurría a las 10 de la noche—revisaba una por una de las 15 o 20 grandes pieles, de ternera o vaca habitualmente, que llegaban en cada paquete.
Lo mismo ocurría con cada cinturón fabricado, con cada monedero, con cada cartera…había que revisar, comprobar, examinar minuciosamente, que la calidad de su trabajo era la óptima. Nada defectuoso podía ser enviado a la tienda que lo había pedido. Su control de calidad eran sus manos y sus ojos.
Aquellas grandes pieles que llegaban desde las tenerías se habían convertido en objetos útiles, bellos y duraderos. Era, es, la función del artesano. Hacer que sus manos conviertan una materia prima básica en una pieza única, bellamente manufacturada, útil y permanente en el tiempo.
Porque sé cómo trabajan los artesanos me gusta contemplarlos en sus pequeños talleres y ver con qué paciencia y pericia van tallando la madera, martilleando el cobre, estirando el vidrio, pintando los pergaminos. Su trabajo es calmado, lento, minucioso. Ahí no cabe la prisa sino la caricia eficaz sobre un material amorfo para convertirlo en belleza, en una pieza distinta a todas que vayan saliendo de sus manos; no habrá dos iguales, cada una tendrá su propia identidad y personalidad.
Los artesanos en oriente se agrupan en los bazares.
Generalmente cubiertos, formando grandes galerías, son reductos coloridos, ruidosos, luminosos, auténticos laberintos.

BAZAR DE SHIRAZ (Foto JPB)
Cada vez que en un viaje me enfrento, con absoluto placer, a la visita de un bazar, de un zoco, pongo cara de mala leche a lo que favorecen mis rasgos más bien feos con lo que intento —vana pretensión— ahuyentar a los vendedores. Compro poco, generalmente nada, pero me fascina la cantidad de productos muchas veces desconocidos, el ambiente exótico, los aromas, el colorido, la algarabía. Estoy convencido de que en la nómina de visitante viene incluido el soportar, estoicamente en mi caso, los reclamos insistentes de los vendedores; por eso lo aguanto como puedo pero intento poner esa barrera facial que, sinceramente, nunca me ha servido de nada.

BAZAR DE SHIRAZ (Foto JPB)
En mi colección de recuerdos hay un marroquí muy grande, muy alto, vestido de tuareg con una espada a la cintura diciéndome que mi mujer no tenía palaba porque había “tocado” una alfombra y luego no la compraba; otro en Marrakech que nos persiguió más de una hora por todo el zoco para colocarnos una camisa blanca que no quisimos comprar por ser de una talla inapropiada. En un mercado rural de Marruecos cometí la torpeza de comprar una tontería a un vendedor blanco pero antes había desestimado la oferta de otro de piel más oscura. “¡Racista —me decía empujándome—vete, fuera, fuera!”. En Egipto despreciaban el regateo de mi mujer, que sí sabe hacerlo con tremenda habilidad, y se dirigían a mí insistentemente. En el Gran Bazar de Estambul, además del acoso, me llamaban “Alí Babá” por la barba o “catalán” (sic) porque no compraba nada; en la India, en Siria… todo muy parecido.
Divertido a poca dosis pero cargante cuando es constante. Historias que vienen añadidas al título de viajero.
Sin embargo, ¡oh maravilla!, esto no ocurre en Irán.
Los bazares iraníes no difieren en sus formas del resto. Grandes galerías, laberínticas, en las que se alinean decenas, cientos de puestos comerciales agrupados por gremios, por tipo de productos. Pero la gran diferencia es que los vendedores permanecen mudos y no se dirigen al visitante si éste no solicita algo. No hay reclamo, no hay acoso. Tampoco, para alegría de los torpes como yo, hay regateo. El precio es fijo con muy poco margen, sólo un pequeño “¿discount, please?”.
Un helado, una bolsa de los mejores pistachos del mundo en la mano, y un lento paseo entre las galerías observando mercancías y personas, disfrutando del caos ordenado, de los aromas, de los colores. Y de vez en cuando, como en todo el país, el acogedor “Welcome to Irán. ¿You are from?” y la petición de una fotografía.
Un pueblo especialmente simpático y cariñoso con el visitante.
Reza Baharlou es la tercera generación de una saga de miniaturistas iraníes. La miniatura es una de las manifestaciones artísticas más delicadas de Irán. Se cree que un tal Mani (242-273) fue el primer autor de miniaturas conocido. Los libros ilustrados eran auténticos tesoros para los persas pero el Islam prohibió las imágenes y postergó a estos textos con miniaturas a un escaso circuito clandestino. Después, el chiismo permitió las ilustraciones con lo que los libros, sobre todo los de poesía, decorados con miniaturas pudieron aflorar y ser objetos muy apreciados.

MINIATURA SOBRE HUESO DE DROMEDARIO DE REZA BAHARLOU (Foto JPB)
La miniatura es una de las artesanías que pueden contemplarse y adquirirse en bazares y comercios específicos de Irán. El hueso de camello o dromedario, en forma de láminas, cajas u otros objetos, sirve como soporte a unas pinturas polícromas, detalladas, bellísimas. También estas miniaturas se realizan en otros soportes como cartón, papel o madera. Utilizan como materiales pigmentos específicos y pinceles con pelos de gato (1, 2 o 3 pelos).

REZA BAHARLOU
Reza, el zoroástrico iraní, el culto, educado y amable Reza, artista y artesano, nos ha acompañado en todo el viaje por Irán. Ha sido capaz de hacernos disfrutar, admirar y entender no sólo la cultura sino el espíritu persa. Ha sabido trasmitirnos el alma iraní y extender de inmediato un puente de amistad, de buena amistad, con nosotros.
En el otro extremo de la miniatura está la artesanía reina de Irán. La alfombra. Su origen se encuentra en las esteras realizadas con fibras vegetales con las que se cubría el suelo en las tiendas de los nómadas. Como aislante se añadieron pieles de animales sobre las esteras y posteriormente tejidos fabricados con la lana de los animales.
La primera alfombra que se conoce es la denominada Pazyryk que se encuentra en San Petersburgo, en el museo del Hermitage, con origen en Persia y de la que se ha datado su fabricación sobre el año 500 a d C. Desde su origen persa la fabricación de alfombras se fue extendiendo a China, India, Pakistán y Turquía principalmente.

ALFOMBRAS. SHIRAZ. (Foto JPB)
La alfombra es un elemento fundamental en la vida diaria de los iraníes. Los suelos de muchas casas, mezquitas y otros edificios religiosos, están cubiertos por ellas. Todo un mundo artesanal, industrial y económico gira alrededor de estos objetos. No por casualidad el protagonista de la preciosa novela iraní “El reflejo de las palabras” de Kader Abdolah es un “reparador” de alfombras, una profesión distinguida.

ALFOMBRAS DE ISFAHAN (Foto JPB)
Hay muchos tipos de alfombras y hay que ser un auténtico experto para saber valorar su calidad. El número de nudos por centímetro cuadrado, el color, el diseño y otros detalles más técnicos son los parámetros que determinan el valor de una alfombra. Los precios de algunas de ellas, las de mayor calidad, son —sobre todo fuera de Irán— desorbitados. Es un mundo artístico y económico fascinante.

ISFAHAN (Foto JPB)
Lo que yo no encontré en ningún bazar aunque pregunté reiteradamente fue la alfombra voladora. Sin embargo existen, hay muchos libros sabios que hablan de ellas.
Habrá que volver a Irán y buscarlas hasta la extenuación.
SALA DE ORACION. MEZQUITA DEL IMAM.ISFAHAN (Foto JPB)

CALDERERO. BAZAR DE KERMAN (Foto JPB)

FARMACIA EN KERMAN (Foto JPB)

VENDEDOR DE PISTACHOS (Foto JPB)