A Ramón.
Mi tío Ramón era un gran lector y tenía una aceptable biblioteca. Cuando yo era niño acudía con frecuencia a su casa y como no había televisor y las conversaciones de los adultos me aburrían cogía
cualquier libro de la estantería y me dedicaba a leer.
Un día me indicó unos cuantos libros según él apropiados para mi edad. A la vez, señalando un libro grande de lomo y cubiertas rojas colocado en el ángulo superior e izquierdo de la librería, me dijo con voz grave que no lo cogiera, no podía leerlo ni siquiera hojearlo. No hubo explicación sobre su contenido ni preguntas por mi parte.
Siempre que iba a casa de mis tíos miraba aquél tomo rojo, allí en lo alto de la biblioteca, que desde el ángulo superior izquierdo desafiaba mi curiosidad y lanzaba constantes tentaciones contra mi sentido de la obediencia. Jamás lo toqué, yo era un niño obediente, eso que se llamaba bueno, pero nunca me faltaron ganas de violar mi compromiso.
Siempre en agosto, para mi cumpleaños, Ramón me regalaba un paquete con 3 o 4 libros que eran devorados demanera febril en pocos días. Eran novelas, muchas de la Editorial Molino, de autores muy variados. Los personajes de Dumas, Verne, Salgari, May, Kaufmann, Tichy, Manzi y otros comenzaron a vivir conmigo acompañándome día y noche. Vivía yo entonces en un barrio periférico de Zaragoza y delante de mi casa había unos grandes campos de cultivo cruzados en uno de sus ángulos por una acequia a la que bordeaban tupidos bosquecillos de cañas. Aquellos campos abandonados, esperando la llegada de grúas y hormigón, se convirtieron en praderas llenas de indios y bisontes, la acequia en un gran y tenebroso río y las cañas en densas selvas llenas de misterio y peligros.
En aquella España gris, en los quioscos de periódicos, funcionaba el trueque de novelas y tebeos. Con unos cuantos céntimos cambiaba los ejemplares ya leídos por otros que elegía en montones clasificados según el capricho de Angelines, la señora que regentaba el quiosco cercano a mi casa, y que básicamente ordenaba por sexos, chicos y chicas, y grado de deterioro. A veces mi vecino Paco me encargaba que le cambiase sus novelas de Marcial Lafuente Estefanía, de propina me daba unas monedas y me dejaba leer alguno de los libritos que le traía. Así entre el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín y, qué maravilla!, Hazañas Bélicas, caía también algo del oeste americano que luego se reproducía galopando por aquellos campos convertidos en mágicas e inmensas praderas.
Ramón siguió regalándome libros hasta que consideró que ya podía prestarme novelas de su colección. Jamás, por supuesto, el libro rojo que seguía altivo en la cúspide del mueble biblioteca.
En el colegio los frailes nos hicieron leer a los clásicos, una buena parte de la colección Austral fue mezclándose con otros textos hasta llegar al Quijote, y ya cerca de la Universidad alguna que otra novela en francés. A diferencia de otros compañeros para mí era una grata tarea, en mi vida ya necesitaba la compañía cotidiana de un libro.
Con la Universidad llegaron otras lecturas, otras maneras y otros intereses. Dejé, simplemente por trayectorias vitales diferentes, de ir a casa de mis tíos; nos veíamos, siempre con mutuo cariño, de tarde en tarde.
Algunos de mis sueños, crecidos acunándose en los ecos de la Editorial Molino, se hicieron realidad y mi vida se fue llenando de viajes por casi todos los continentes. Cada desierto que visité, cada transbordador que me llevó por los ríos, cada noche que dormí bajo cielos inmensamente negros y estrellados me recordaron aquellas historias que leía día y noche en mi primera juventud.
Leer no me concedió el don de la inmortalidad pero me dio algo mejor: me hizo soñar y con el deseo de cumplir aquellos sueños me impulsó para buscar emociones y vivencias que sin la lectura jamás hubiera conocido, me hizo vivir varias vidas en una sola.
Hace ahora muy pocos años, atrapado en una de esas guerras africanas de escaso eco en las noticias, tuve que salir de la República del Chad viviendo una aventura digna de cualquier novela de acción. A salvo en Camerún, al conectar con mi familia, me enteré que mi tío Ramón acababa de fallecer. Recordándole volvió a mi cabeza aquel tomo rojo inaccesible.
Ya en España fui a visitar a mi tía. Quizás no era el momento apropiado pero la familiaridad y la confianza me lo permitían y le pregunté por aquel libro prohibido. Fuimos a la librería, estaban todos pero no había rastro del libro rojo. Ella nada sabía ni de su existencia ni de su destino.
Me quedé atónito, perplejo y derrotado. Llegué a pensar que todo había sido un sueño, un producto de mi desordena e hipertrófica imaginación. O que Ramón, celoso custodio del misterio, se lo hubiese llevado en su viaje al más allá.
Ahí acabó todo.
Jamás he podido saber qué pasó realmente con el dichoso libro rojo.
Pequeño gran misterio Javier ! abrazos, siempre es un placer leer tus escritos desde La Gavia
Me gustaMe gusta
La vida está llena de pequeños misterios…Gracias Virginia. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Seguro que ese libro Rojo te está esperando en algún armario de un viejo hotel, en Japón miraremos muy bien todos los cajones.
Bonita historia Javier!!
Me gustaMe gusta
,
Me gustaMe gusta
Quien sabe!…Lo buscaremos juntos Clara. Gracias. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Fraternal saludo Maestro. Aplaudo la agilidad con que se leen sus escritos, sobre todo que como es la tendencia actual, por la premura con que vivimos, su extensión permite leerlos de un tirón. Creo pertenecemos a una generación en la que, por limitaciones de espacio, todos los libros de la casa estaban en el mismo estante, de ahí que siempre había un ¨libro rojo¨ y un ¨niño bueno¨que lo respetara. Gracias por la remembranza y por su buen arte, siempre oportuno.
Me gustaMe gusta
Pingback: LOS UROS, HABITANTES DEL LAGO TITICACA | DESDE LA GAVIA