YO TENGO RAZON Y TU NO

La situación terrible y excepcional que la población mundial está padeciendo hace que, como en todos los escenarios límite, se exacerben las características de los comportamientos personales.  Tanto las virtudes como defectos se agigantan.    

                      Estoy en desacuerdo con lo que tú  dices pero                                                                                   defenderé hasta la muerte tu    derecho a                                                                                           decirlo”         Evelyn Beatrice Hall

Sin embargo no hay que responsabilizar al propio agente patógeno, al Covid19, como el causante de esta amplificación de las características personales; el estúpido, es ya estúpido de base, así como el héroe, el solidario o el egoísta.

Esta pandemia es una extrema prueba de resistencia para naciones y personas, ha mostrado los grandes problemas a los que ha llevado al mundo el desarrollo del capitalismo: deterioro de la naturaleza, crisis en la democracia, aumento de las desigualdades, proliferación de armamentos y crecimiento de los autoritarismos demagógicos (Edgar Morin, El Pais, 12 de abril de 2020)

La necesidad de una respuesta colectiva ha estimulado el apoyo entre las personas, la necesidad de una fraternidad entre los habitantes y también la aparición de grietas en las relaciones de las personas y de las diferentes naciones poniendo en peligro no solo la cooperación en la salida de este gravísimo problema sino el futuro de organizaciones supranacionales que de esta manera muestran la verdadera cara de su posicionamiento.

Esta es una situación nueva y muy traumática, tanto por el presente como por la expectativa de futuro. Gobiernos y ciudadanos tienen que adoptar comportamientos que conllevan sacrificios personales; los responsables sanitarios y políticos se enfrentan a una nueva enfermedad con muchas incógnitas, a la que deben de destinar grandes cantidades de recursos y resolver sobre la marcha la solución a problemas que cambian de un día para otro. Es como caminar a ciegas por un laberinto corrigiendo el trayecto día tras día.

La sociedad del bienestar exige al estado que se responsabilice y solucione, pronto y con eficacia, todos sus problemas; se ha acostumbrado, es ya exigencia,  a que la organización estatal tenga respuesta para todo, que el sistema sanitario prevenga, trate y cure de manera inmediata y que si existe algún tipo de desastre productivo el padre estado cubra las pérdidas económicas de empresas y ciudadanos.

Está ya establecido,  “tengo esos derechos, para eso pago”.

Pero además aquí en España, en el siempre enrarecido y nefasto duelo político, las crisis sociales significan oportunidades para agredir al contrincante; de manera totalmente desleal, unos y otros anteponen sus opciones de crecimiento político a la solución de los graves problemas de los ciudadanos. Utilizan el gravísimo problema sanitario para medrar políticamente; su objetivo es aniquilar al adversario. No hay cooperación, hay una deshonesta pelea en la que aplicar el “en la guerra todo vale”.

Como dice un refrán africano cuando dos elefantes se pelean es la hierba quien lo sufre.

La crisis sanitaria, económica y política lleva a posturas enconadas; ese pugilato se trasmite a las opciones de los ciudadanos que tamizadas por sus diferentes personalidades trasladan sus características psicológicas y comunicativas a sus relaciones interpersonales.

En las crisis, además existe un factor de búsqueda del culpable. No hay responsabilidad múltiple, compartida, siempre hay un único causante.

Si bien muchos ciudadanos cooperan eficazmente en la parte que le corresponde hay un sector social, estimulado por los desequilibrios previos y también por la lucha política, que fomenta y muestra actitudes negativas.

La intolerancia es una de las situaciones que estos días se reparte en nuestro país como una lluvia potente. Todas las redes sociales, WhatsApp, Facebook, Twiter, Messenger, son los vehículos para la propagación de posturas radicales, de situaciones inmovilistas y desprecio del otro; a veces entre personas que, en teoría, mantenían relaciones amistosas, entre miembros de familias con una relación más a menos armónica, entre vecinos con habituales buenas costumbres de convivencia social. Como instrumentos de propagar esa intolerancia se han declarado medios ideales para la extensión de bulos, falsas noticias, opiniones tendenciosas, que perjudican gravemente la convivencia y la salida armónica de la situación crítica.

La intolerancia, el “yo tengo razón y tú no” está directamente relacionada con las creencias. La mente de estas personas está capturada y sometida por sus pensamientos. No asumen la relatividad de todo lo que se piensa, no contemplan otras opciones.

De la misma manera, identifican al resto de las personas por sus opiniones, por sus creencias

Cuando mente y creencias, pensamientos y opiniones son estructuras diferentes.

La mente es libre y su normal actuación ante esas creencias, es examinarlas, valorarlas, relativizarlas, situarlas en un contexto determinado y tener en cuenta otras posibilidades.

A la intolerancia generalmente se une la evaluación moral del que piensa diferente. Siempre ese juicio se hace desde la ignorancia, no se dispone de toda la información necesaria para la interpretación adecuada de lo que se observa.

Intolerancia y juicio suelen acompañarse de rigidez mental. No hay otra manera de ver las cosas, no son relativas, no hay otras opciones. De nuevo «yo tengo razón y tú no«.

La falta de empatía, ese ponerse en el lugar y en la emoción del otro, y la falta de comprensión hacia posturas diferentes pueden provocar un sentimiento de ira y, si por algún motivo el intolerante se siente dañado, de venganza.

Una cascada progresiva, una reacción en cadena de emociones, un cóctel peligroso que desarrolla actitudes tóxicas hacia los demás y facilita la expresión de posturas extremas. La historia de las personas y las sociedades está llena de ejemplos dramáticos; los extremismos, las demagogias autoritarias, los populismos, comienzan en la unidad personal y como una infección vírica se puede extender peligrosamente para afectar a una buena parte de la sociedad si encuentra un terreno fértil para su desarrollo.

La tolerancia es la aceptación de las ideas del otro, lo que no significa estar de acuerdo con ellas. Es reconocer a otra persona, a otro ser humano, su libertad de pensamiento y mostrar un respeto profundo por su manera de pensar. Aquello que el otro piensa no lo identifica, simplemente es la expresión de sus creencias y preferencias.

De estos tiempos difíciles se podrá salir en dos direcciones. La sociedad entera tiene que decidir en qué sentido quiere aprovechar la crisis: para progresar o para involucionar.

No sólo es una cuestión gubernamental, la opción personal es decisiva.

“Habremos aprendido algo en estos tiempos de pandemia si sabemos redescubrir y cultivar los auténticos valores de la vida: el amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad. Valores esenciales que conocemos desde siempre y que desde siempre, desafortunadamente, terminamos por olvidar”

(Edgar Morin, El Pais, 12 de abril de 2020).

 

CHUAN ORUS 2020

EL DIARIO DE MAQROLL: UN DIA DE NIEBLA

Pasé de largo mirándolo por el rabillo del ojo y tres pasos más allá di la vuelta. Dejé una moneda en la cajita de cartón que tendía al nivel de la cintura de los peatones. Contenía poco dinero, muy poco, y la fotografía en color de una niña de unos dos años, imagino que era su hija.

Me miró a los ojos.

Le oí decir “Dios te bendiga”. Tenía una cara joven, un rostro bello, una mirada limpia, digna y triste desde unos ojos oscuros, ardiente, casi febril. Una mirada que se incrustó en mi ánimo, muy adentro.

Quise decirle algo pero no supe el qué. Tampoco pude. Noté una garra atrapando mi cuello, una presión fuerte en mi pecho que me impidió hablar. Creo recordar que hice un gesto convencional y seguí caminando.

Me asaltó un torrente de lágrimas lento y poderoso. Dejé que saliera sin detenerlo; noté las cosquillas de las gotas resbalando por mi cara, el ardor en los ojos, las imágenes de la calle desenfocadas, los faros de los automóviles provocando destellos en mi retina.

Ocurrió este pasado invierno. Había niebla en Zaragoza. Niebla y frío.

Fue un clímax puntual, el extremo visible de un gran depósito de emociones guardado a presión en mi interior. Hacía tiempo que sentía una gran necesidad de llorar. Ganas de encontrar un momento, unas condiciones favorecedoras de tiempo y espacio, para llorar y llorar. Para deshacerme en lágrimas, para licuarme y vaciar ese enorme almacén que me ahogaba. Llevaba mucha vida escondiendo esa parte sepultada bajo máscaras y poses, esa parte que se sostiene solo por la presencia de una gran resistencia aprendida día a día desde que yo recuerdo conocer el mundo.

Estaba cansado de tanto aguantar.

Dios te bendiga. Esas tres palabras rompieron algo dentro de mí. Un simple “gracias” no hubiera tenido trascendencia. Pero mi estado de ánimo, la juventud del que pedía, la foto de la niña, la mirada y ese deseo de bendición, para mí, por dios…

Hacía frío y niebla. Una atmósfera urbana inhóspita y dura.

Un grandísimo peso se apoyó en mi espalda. Me sentí desfallecido, agotado, hundido. Toda la gran tragedia del mundo reposaba en esa mirada, en esas tres palabras, en ese frío, en los faros de los automóviles que perforaban la niebla, en los seres anónimos que pasaban a mi lado sobre la acera húmeda como fantasmas huidizos.

Sin despreciar otras razones todo se escondía en la magnitud de mi corazón saturado de llanto. Mi corazón, mi pobre corazón tan sometido a vaivenes que ha aprendido a seguir caminando como los borrachos vacilantes. Mi corazón lleno de recuerdos y de emociones, que comienza ya a envejecer y con los años a tener un archivo poderoso con miles de historias perdidas en el tiempo que hablan de nombres, fechas, rostros, alegrías y penas, trabajos enredados en ese fango en el que las piernas se sumergen y cuesta lo indecible el caminar.

Estallidos de luz, sombras, voces, silencios… todo en un revoltijo espeso en donde se juntan los más variados y diferentes sentimientos hasta que sólo queda una madeja espesa, un magma viscoso que se adhiere al alma y no la deja respirar.

Y me fui calle adelante envuelto en el dolor más antiguo del hombre. La propia marca del ser humano que no sabe, ni sabrá nunca, qué diablos es, qué materia es la nuestra, qué objeto somos, qué burla más atroz del cosmos nos ha encerrado en esta esfera forrada de aire para vivir una cruel experiencia biológica que ya va durando millones de años.

Demasiados para tratarse de una broma, una pesada broma.

Atrás quedó el joven de la cajita de cartón con la foto de su niña, su mirada digna e implorante, su fracaso vital —que es nuestro fracaso colectivo— sobre la acera húmeda, entre la niebla, rodeado de seres impasibles que pasaban a su lado, totalmente indiferentes tanto a su petición como a su existencia.

Mientras tanto, a esa misma hora, en los grandes cenáculos del mundo se preparaban las mesas que iban a ser testigos mudos de la planificación exacta del dolor. De la muerte programada en números concretos. Del principio y fin de acciones que los muy pocos volcarían sobre los muchos. El poder y la fuerza del dominador sobre el dominado.

Después de miles de años sobre la tierra, después de toda una evolución histórica que los paleontólogos explican con dibujitos de monos más o menos feos que van cambiando hacia hombres más o menos guapos, se acaba concluyendo que no ha existido ninguna evolución que no sea la meramente física. Los pequeños cambios, la gruta por el adosado, la carne de dinosaurio por el solomillo de kobe, han sido muy poco significativos. El más fuerte, el dueño de la tribu, acaba con el competidor sin ninguna piedad. La quijada de burro se ha sustituido por el AK47, el napalm, la trilita o el sarín, combinado con otros métodos tan crueles o más pero que no manchan de sangre el escenario ni dejan otras huellas del asesino inmediato que unas cifras en un apunte bancario del que nadie, al final nadie, es el responsable.

Después de miles de años, yo, ser anónimo e insignificante, en el umbral de la vejez, iba llorando, caminando entre la niebla, con esas palabras “Dios te bendiga” incrustadas en lo más profundo de mi alma.

Y el hombre joven de mirada digna y ardiente seguía sentado en el suelo, en medio de la niebla, con una cajita de cartón en la mano que contenía algunas monedas, la fotografía de una niña y un callado grito de desesperación.