A Cuca (in memoriam) y Consuelo,
compañeras en aquél viaje.
Vieja, cansada, con un peso brutal en mis espaldas.
Mírame: arrugas, surcos profundos sobre mi piel de pergamino que deforman antiguas cicatrices, dolorosas heridas sangrantes repartidas por todo mi cuerpo.
Tengo una larga memoria de sufrimiento infinito, de conductas inicuas, de cruel brutalidad. He sido acosada, explotada, pervertida, violada, maltratada, herida, torturada, rota. Gentes extrañas expoliaron mis riquezas, socavaron lo más hermoso de mi casa. Asesinaron mis sueños.
Así quedé tendida, sola, en una agonía lenta y prolongada.
Como una enfermedad hereditaria y maldita, todo este sufrimiento se ha extendido a mis hijos que huyen de su casa odiando el color de sus paredes y mueren buscando con envidia el engañoso horizonte.
A pesar de que estoy llena de belleza, de colores, culturas, lenguas, de hermosos rostros diferentes y me protegen decenas de dioses que cuidan mi extensión y mi futuro.
Pero no seré dichosa, no estaré completa, hasta que el último de mis hijos viva feliz acunado en mis brazos. Hasta entonces, como una nueva Penélope, seguiré tejiendo la red invisible de caminos forjados sobre la esperanza del regreso de la libertad.
Tengo tiempo.
Me llamo África, soy eterna.

LA HISTORIA DE MADJI, SARÁ-KABÁ
Llegaron al hospital cuando comenzaba a anochecer. El niño más pequeño iba en brazos de su padre, un hombre menudo, delgado, de brazos y piernas fibrosas; con ellos, una muchacha muy joven y un crío no mayor que ella.
Unas horas después el pequeño, enfermo de paludismo, se había estabilizado. Era ya noche cerrada cuando salí a dar a su padre las buenas noticias. Las recibió impasible, con un rostro hierático que no tradujo ninguna emoción. Los niños dormían, agotados después de haber caminado más de 40 km desde su aldea.
Sin pedírselo llenó dos vasos de té y me tendió uno. Hubo un largo silencio que, de manera inesperada, él rompió con una voz monótona, en un francés africano cadencioso.
«Hace tres años caminé con mi familia desde mi pueblo a las minas de diamantes de la República Centroafricana. Fue un largo viaje. Allí podía ganar dinero para comprar un poco de tierra, un buey, unas cabras. Conseguí trabajo. Cuando pagaban, el dinero lo escondía en uno de los tubos de la vieja bicicleta. Cuando tuve suficiente volvimos a Chad. Dos meses de camino en el que mi mujer y dos de mis hijos murieron. Llegué a mi pueblo. Cuando fui a recuperar el dinero sólo encontré trozos de papel; equivocado, había metido los billetes en el tubo que acaba en los pedales. El eje, al moverse, los fue triturando. Perdí todo. Así es la vida. Pero soy sará-kabá, debo seguir adelante».
El té, como la historia de Madji, era áspero y amargo.
Había un cielo bellísimo, intensamente negro cruzado por la Vía Láctea y millones de estrellas que jamás se ven allá de donde vengo.
Unos días después volvieron a su aldea para seguir viviendo como siempre.
Vacíos de sueños pero llenos de dignidad.

EL CAMPO DE SORGO
Azra mojaba pequeños fragmentos de la boule en la salsa de pescado seco que su mujer había colocado en la puerta de su cabaña. El sol se estaba escondiendo y el cielo adquiría un tono anaranjado. Estaba satisfecho, el campo de sorgo estaba a punto de cosecha; sería la despensa para este año aciago en el que una lluvia excesiva había arruinado los campos de cacahuetes y los tratamientos para las crisis de malaria de tres de sus cuatro hijos habían acabado con el poco dinero que Keti había conseguido recogiendo leña para venderla en el mercado.
Lo despertaron los gritos de sus vecinos. Comenzaba el alba.
Salieron corriendo hacia los campos; miles de bueyes habían arrasado la cosecha, no quedaba ni una caña de sorgo en pie. Tres árabes nómadas a caballo dirigían aquel gigantesco rebaño. Arcos, flechas, lanzas, algún largo machete y una vieja escopeta.
No pudieron hacer nada.
El subprefecto los recibió después de hacerles esperar muchas horas. Ellos le explicaron, él calló. Después de un largo silencio hizo un gesto con la mano y ellos se marcharon.
Caminaron tres horas por la senda arenosa para volver a su aldea.

UNA NOCHE EN KUYAKO
Se hizo la noche en aquél dispensario perdido en la nada. El día había sido largo: controles de embarazadas, peso de niños, muchos pacientes en la consulta. No era recomendable regresar conduciendo entre la oscuridad por las pistas arenosas.
Dormimos en una cabaña junto al recinto sanitario.
Golpearon la puerta en la madrugada. Traían una mujer muy joven en pleno parto.
La tenebrosa luz de faroles de petróleo y linternas nos permitió ver unos genitales deformados por grandes cicatrices y el comienzo de una vagina muy estrecha; todo consecuencia de una ablación brutal.
Hubo que hacer una episiotomía muy extensa, pero no fue eficaz.
En un cajón localizamos una ventosa manual neumática. No succionaba bien, se perdía el vacío por las grietas en el tubo de caucho deteriorado por el tiempo.
Al final, después de muchas horas llenas de angustia, el niño nació sano y vigoroso.
La madre aguantó todo su sufrimiento sin una sola queja.
Amaneció otro día luminoso.
A pesar de todo.
RECIEN NACIDO. DISPENSARIO DE KUYAKO. CHAD

Nota: Las historias descritas corresponden a hechos reales.
© Javier Pardo Berdún 2021
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