LA NIEBLA

 «CANTO DECIMOSEGUNDO

Si llueve es como si el agua te lavara los huesos

si graniza te salta sobre los hombros

un enjambre de langostas.

La niebla lo borra todo, hasta los pensamientos,

pero quedan candelas encendidas

ardiendo en el cerebro…»

LA MIEL

Tonino Guerra

                                                                                             

A Mª Eugenia con cariño y gratitud.

 

Dejó de soplar un cierzo inclemente y del fondo del río fue creciendo la niebla. Hoy, desdibujado, apenas me distingo en el espejo. Si me preguntasen quién hay ahí no sabría responder. Difuso, difuminado, desenfocado, sin perfiles. Así es el que veo desde el otro lado del cristal, totalmente extraño. Porque hoy yo es otro

Salgo de la misa obligatoria del colegio y compro

un bocadillo de calamares en el Tubo. Sobre el bar viejo y aceitoso duermen putas de cabellos falsamente rubios, no tienen a su lado esos marineros tatuados que vi en un libro prohibido; aquí no hay mar, ese mar que dicen que existe más allá de la lejanía. El suelo está sucio y algún borracho ha vomitado en la madrugada. Todo sin embargo está monótonamente en su sitio, como todos los días no hay nada que desentone de lo previsto.

Al pasar por la Plaza de España distingo a un guardia de tráfico con casco blanco, pavos y pollos a sus pies. Alguien regala animales de plumas coloridas y patas atadas con cordeles ásperos. La niebla ahora sumerge a una Zaragoza dormida a los pies del gran río de aguas turbias y verdosas llenas de barbos y suicidas.

Juego en los billares escondido en un periplo de pirolas junto a Galindo, el delincuente que me ha convencido de largarnos. Nadie lo sabe. Todo el mundo cree que ando en el colegio “Viva Jesús María y José. Zaragoza a… de… de…”, todos menos yo que me he marchado a caminar buscando la nada entre calles estrechas en las que cuando no hay niebla apenas entra el sol a medio día. La sala de billares huele a un enmohecido tiempo detenido. El encargado, el señor Víctor, un viejo con un delantal en el que guarda las monedas y las tizas azules, nos cuenta que conoció a una puta que tenía pelos en el corazón. Lo sabe porque murió por un disparo, le hicieron la autopsia y apareció esa cabellera en medio de su pecho abierto por el cuchillo del forense. Fue en la guerra. Era una puta roja de la columna Durruti; él lo vio, era anarquista y fue desde Barcelona a Belchite (eso lo dice en voz muy baja, casi un susurro, mirando a los lados mientras habla) y nos lo cuenta. Pero Galindo, delincuente, lo mira con desprecio y con el cigarrillo colgando del labio, comenta que es mentira. El viejo encoge los hombros y repitiendo que tenía pelos en el corazón se marcha despacio. A estas horas hay pocas personas jugando al billar. Sólo unos cuantos   que como nosotros han decidido no entrar en clase. Delincuentes.

Aún es pronto para volver y escucho al charlatán repetir veinte veces lo mismo. Huelo el sudor de un grupo de desocupados, estúpidos y matracos de pueblo curiosos entre los que se ceba vendiendo cuchillas de afeitar, cinturones y billeteros de piel – “de Ubrique” dice – y torpes ilusiones. El charlatán, emerge de la niebla como un fantasma, es alto y feo. Tiene el pelo brillante de grasa peinado hacia atrás y lleva un traje raído de pantalones escasos para sus piernas largas, una camisa blanca llena de manchas y una corbata mal anudada. Mientras, el guardia urbano de casco blanco sigue recogiendo pollos de patas atadas y angustia en los ojos. Saben, alguien se lo ha contado, que les cortarán por detrás de la cabeza, que el cuchillo hará “crac-crac” y la sangre irá cayendo a un plato de loza blanca en el que se irá enfriando hasta quedar dura como una piedra. Para entonces ya habrán agitado convulsamente las patas y dejarán de respirar y de pensar en la desdicha de tener plumas y no poder volar. Entonces será cuando entiendan que es mejor morir así, con el áspero filo hurgando en su cogote, que seguir una vida ridícula expuesta a ser observados con pena por hombres y mujeres que tienen caspa y huelen mal o ser atados por las patas y entregados a los guardias de casco blanco que bracean en medio de la niebla.

Zaragoza desde el cielo es una bola algodonosa que encierra un mundo escondido. Por allá camino, porque ya es hora, guardándome los céntimos del billete del trolebús para los billares y el cigarrillo de mañana que compraré en el puesto del tonto, ése que mueve muy mal los dedos y al que le gritamos a coro, insultándole, para que se dé prisa en sacar el cigarro del paquete, porque tenemos que entrar rápidos (muy muy rápidos!) en el colegio. Somos unos crueles hijos de puta con pantalón corto y rostros angelicales. Uno, mayor y repetidor, inicia la tortura. Además de hijos de puta somos un hatajo de imbéciles que seguimos con fe ciega al caudillo riéndonos como idiotas consumados mientras el tonto sigue, cada vez más nervioso, intentando sacar, con los dedos rígidos como alambres, sin conseguirlo los cigarrillos y los insultos arrecian y se multiplican. Crueldad echa carne virginal envalentonada por el grupo solidario. Envuelto por la niebla me gustaría encontrarme con aquél hombre de los cigarrillos, ponerme de rodillas, abrazarme a sus piernas y pedirle perdón.

Hay niebla en Zaragoza. Las chicas de La Paulas salen del colegio con uniforme. Aún no tienen tetas pero sí pelos en las piernas. Huelen a sopa y son idiotas. En los puestos de árboles de Navidad compro uno pequeñito, no me han dado dinero para más, y me envuelve el olor a resina. Luego, en casa, sacaré la caja de cartón en la que hay media docena de bolas coloridas, me fascina ver mi rostro deformado en su espejo de superficie curva, y en una habitación fría y húmeda las ataré a las ramas verdes. De vez en cuando entraré y volveré a mirar mi imagen deforme en esos espejos curvos, acercando y alejando mi rostro para crear muchas identidades que como la Trinidad serán una sola. Porque a estas alturas de mi vida todavía no sé bien quién y qué soy, será por la niebla, y pienso que yo es otro. Mañana se lo preguntaré al señor Víctor, el guardián de los billares; si fue miliciano anarquista y conoció a una puta con pelos en el corazón seguro que es capaz de decirme quién soy. A Galindo no le diré nada, no tiene ni puta idea de eso. Fumamos Celtas cortos.

Nos cuentan que anoche les dieron una paliza a dos invertidos…yo no sé qué son invertidos. Maricones, me dicen. Ah, eso. Sí, al grito de maricón! les partieron los labios, les rompieron los dientes y les patearon los huevos. Todo junto a los urinarios de la Plaza de José Antonio (Primo de Rivera) porque dicen se reúnen allí, junto al olor a orina rancia, en las escalerillas que bajan hacia el subsuelo. “…Que se jodan!…añade y el que lo dice dirige la mirada hacia el televisor del bar, blanco y negro, y en esos momentos canta La Trinca una canción en catalán, y el buen hombre, honrado padre de familia, comienza a gritar excitado “hijoputas!, hijoputas!”. Han cambiado el barril de cerveza y la perra, vieja y viciosa, se incorpora despacio y bebe la que se ha derramado y se ha quedado en el hueco junto al tubo del nuevo bidón. En cinco minutos estará borracha y con paso vacilante se tumbará a dormirla junto a la estufa de butano que calienta pero no quema. Mientras tanto llega el químico de cara redonda y profundas ojeras. Como un dibujo de Ops arrastra la tristeza de cara de cadáver recién muerto y mientras se coloca a base de vino barato suelta su discurso sobre las tablas periódicas de Mendelejev al que tiene al lado en la barra. Hace lo mismo todos los días. Los que lo conocen piensan que en la cárcel, salió hace unos pocos años por comunista, ha perdido la razón. Nunca trabajó de químico, no podía por rojo. Es gordo y grande y tiene aspecto de inmensa fatiga.

Me han cazado, mi madre me dice que a los delincuentes siempre se les coge y eso me impresiona, me quita la esperanza de poder hacer lo que me dé la gana sin que nadie se entere. Yo pensaba justo lo contrario, pero no. Me han interrogado, mi padre y el fraile, y yo no sabía que decir. Realmente no tenía nada que decir. Les iba a contar, por acabar con ese silencio largo tan molesto después de la pregunta, la historia de la puta del corazón peludo pero me ha parecido que no me iban a creer y si digo “puta” el fraile me hubiera castigado. De momento me van a vigilar, nada más, luego ya veremos.

Los americanos se han vuelto a emborrachar y anoche se dedicaron a correr con los coches delante de mi ventana. Discutían, reñían y dos se han liado a bofetadas. Sus mujeres lloraban, también estaban borrachas, y yo tenía miedo porque alguna vez les he visto con pistolas. Lo hacen con frecuencia, casi todos los viernes, y como mi calle no está asfaltada levantan con los coches una polvareda muy grande, como la niebla pero de tierra. Hay uno que me dijo que me llevaría a ver los aviones. De vez en cuando con mis amigos encontramos en sus cubos de basura unos libros grandes llenos de fotografías de cientos de cosas, los emplean para comprar en la base americana. La basura de los americanos está llena, a veces, de sorpresas. Hay días que yo quiero ser americano.

Pasando hacia mi casa vi por primera vez a la rusa. Es grande y gorda, con una coleta larga, rubia, y manchas rojas en las mejillas. La trajo Pascual, un hombre con bigote, pequeño y flaco que estuvo en la División Azul y lo cogieron preso. En casa he oído que cuando lo soltaron se echó a esa mujer de novia y la trajo a España con un hijo que ella ya tenía y que se llama Vladimir y no habla con nadie. Con mis amigos pasamos muchas veces por delante de su puerta esperando que apareciese porque nunca habíamos visto a un ruso. No sabemos cómo se llama.

Hay niebla otra vez en Zaragoza, una niebla tan densa que entra en mi habitación. Apenas puedo ver dónde está la cama y tengo que jugar a ser ciego para encontrarla. Escucho a mi padre en la habitación de al lado. Se oyen pitidos, esos ruidos que suben y bajan hasta que se encuentra la emisora; está con su amigo Fernando buscando con la onda corta La Pirenáica. No me dejan estar con ellos y además tengo prohibido hablar de eso. Yo tengo una radio de galena que me hizo mi tío pero no tiene onda corta.

La niebla me trae el recuerdo de Florencio. Se lo tragó un día cualquiera bajo las ruedas de un tren al que quiso abrazar, al que se quiso subir en marcha para escapar del tedio y el hastío. Lo recuerdo con cara de perro bueno y triste, con esos ojos profundos jamás risueños y siempre llenos de agua. Se sentaba a mi lado, al fondo de un aula inmensa en aquella Escuela Nacional en la que no hacíamos nada salvo ver pasar el tiempo que se diluía entre el olor a colonia infantil, madera sudada y goma de borrar Milán 430, en la que nadie nos decía nada, ignorados y perdidos como las tablas podridas de un naufragio en medio del océano. La entrada al viejo caserón era oscura como la de una cueva misteriosa. Un día vi niebla detrás de aquél portón siniestro y tuve miedo. No quería entrar y me eché a llorar, pero una garra me atrapó y como un pulpo gigante de los abismos me llevó hacia la oscuridad más profunda. Intenté defenderme pero no pude, el monstruo era demasiado grande, demasiado fuerte. Sólo tengo memoria de que cuando se disipó la niebla mi bata azul con cuellito blanco estaba salpicada de sangre y en mi cabeza miles de abejas zumbaban enloquecidas. A Florencio las abejas le mordieron en la tristeza y sin despedirse de mí se marchó muy lejos en aquél tren. Nunca volvió.

Bajo por la Calle Alfonso hacia la Plaza del Pilar. Paseo por las naves de la Basílica buscando algo de paz para mi guerra. Llego a la orilla del Ebro, apoyado en la barandilla apenas veo el agua y no distingo la otra orilla que hoy sólo es una esperanza disuelta como mis sueños en una quimera blanquecina y húmeda. Quiero creer que está y lo someto a la constancia de la fe porque hoy la niebla borra los perfiles, crea un mundo sin dimensiones. Voraz como un animal hambriento se introduce por puertas y ventanas, por grietas en los tejados, en los sótanos y en las cloacas. Como la ceguera de Saramago se extiende por bocas y oídos, habita cabezas e intestinos, corazón y pulmones, ojos y manos, rectos, uretras y vaginas. Nos posee, nos infiltra, nos absorbe. Y al final todos somos niebla dentro de la niebla con débiles chisporroteos invisibles.

Navegando en medio de esa lechosa pesadilla llego a mi vieja y antigua casa y miro por la ventana. Allá está mi madre planchando sábanas blancas, hay una estufa de petróleo, un plato con una tortilla francesa y una vieja radio encendida. La casa es gélida y húmeda pero esa habitación es cálida y amorosamente tranquila. Afuera hace frío y la niebla corre por las calles buscando incautos a los que devorar. Estoy cansado. Quiero quedarme eternamente sentado junto aquella mesa, al lado de mi madre, cerca de la radio y de la estufa de petróleo, escondido para siempre de la niebla exterminadora.

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NIEBLA EN ZARAGOZA

 

 

 

2 pensamientos en “LA NIEBLA

  1. Yo estaba en medio de la niebla y aparecisteis como dos candelas. Muchas gracias Javier y Mamen.
    Me encanta leer este blog. Escribes de maravilla y describes las cosas como si las pintaras. En mi casa también teníamos una estufa de petroleo. Una noche, al llevarla de un cuarto a otro, sólo teníamos una, se salió el asa y se rompió el depósito de cristal que contenía el petroleo derramándose por el suelo y corriendo encendido hacia las cortinas que muy pronto se prendieron. Yo tenía siete años, hoy todavía me recorre un escalofrío cuando escucho la sirena de un coche de bomberos.

    María Eugenia

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  2. Gracias Mª Eugenia, tú tienes luz propia como las luciérnagas, los preciosos «cucuyos», y no necesitas otro faro para orientarte en la niebla. Eso sí, te acompañamos hasta donde quieras.

    Un abrazo.

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