Hoy, padre, me acerco a tu territorio y recorro las sendas pedregosas por las que tantas veces caminaste con tus pies enfundados en aquellos calcetines de lana basta que tu madre, mi abuela, hilaba sentada junto al fuego en las eternas noches del invierno y tus humildes y gastadas abarcas. Me acompaña
mi hermano, tu otro hijo, y otros hermanos míos, no de sangre pero sí de vida, seres lúcidos que siempre están ahí cuando los necesito, con los que intercambio amor sin condiciones.
Caminamos hacia la ruina, hacia la tristeza, a buscar el cadáver de piedra de lo que un día fue refugio de unos hombres y mujeres durísimos como la vida que les tocó en suerte. Un cadáver que deshace su estructura para devolver la piedra a la tierra ayudado por el abrazo de las zarzas, la caricia de la hierba, de la maleza que se va infiltrando poco a poco entre las grietas como una enfermedad implacable a la que alimentan la lluvia, los vientos, la nieve y el hielo, con tozuda voluntad. Y mientras recorro estas sendas regadas por todo vuestro sudor, una lluvia mansa de recuerdos me llega con cada soplo de aire, con cada rumor de hojas, con cada aroma silvestre que el bosque me regala.
El paisaje se va poblando de manchas amarillas, esas heridas ocres en la piel verdosa de las montañas que como una enfermedad se irá extendiendo. Heridas de claridad empujadas por el frío que irán creciendo como llagas por las que expirará el calor sus últimos suspiros. Para mí, para nosotros, este otoño que estalla en colores rojos y amarillos es un espectáculo buscado que nos sorprende y excita, que consideramos bello, que disfrutamos. Para ti, para vosotros, no era más que un aldabonazo, un aviso del reloj biológico que os empujaba a recoger las moras, los chordones, a revisar las hongueras, a bajar las vacas desde el puerto, a partir y almacenar esa leña que ardería en el invierno. Vuestra sensibilidad estaba volcada en la feroz lucha por la existencia en la que todo se aprovechaba, nada se desperdiciaba, todo se preveía.
Mis antepasados, mis abuelos, mis tíos, tú, me habéis trasmitido ese lenguaje que aprendí desde el primer día de mi vida en el que me acunaste en tus manos grandes y heridas de trabajo. En mi código genético se escribe esa parte de montañés que me has legado. De montañés transmutado. De montañés empujado a vivir, sin quererlo, entre el asfalto de una ciudad de la tierra baja, porque el orden de tu nacimiento no te dejó otra posibilidad. Hasta que llegó el momento de la partida, de esa trashumancia sin retorno, te hiciste hombre entre vacas y sarrios, entre pastos y bosques, y la altura templó tu esencia a golpes de trabajos y fatiga bastante antes de lo razonablemente aconsejable.
Sé, porque lo viví, yo fui precoz testigo, del clamor de la vida cuando ardían los fuegos en aquellas chimeneas. Cuando los cantos de los gallos se mezclaban con los rebuznos de los borricos, el golpeteo rítmico de los cascos de los mulos, los mugidos de las vacas, las esquilas de las ovejas, las voces, las risas. Sé que aquí y allá, por todos estos altos montes hubo vida. Una vida pactada con el día y la noche. Nacer, resistir, morir. Poco más por exigencia. Y en esta cruel resistencia algunos sobrabais, teníais que marchar. Vuestra vida intoxicaba la de otros. Sólo había pan para uno. Fue vuestra vida, tu vida, la única que conociste sin plantearte entonces si había otras maneras de existencia. No podías comparar. Era lo único. Nada más.
Inviernos terriblemente fríos, días eternos encerrados en la cárcel de la casa. El calor del hogar, el dormitar en la cadiera. Los perros perezosos junto al gato huraño y vigilante. Los abuelos escarbando entre las brasas y el gemido del viento peinando brusco y tenaz las losas del tejado. Nieves traidoras congeladas, blanco lecho resbaladizo haciendo toboganes de caminos necesarios. Frío, mucho frío, constante frío. Sabañones y mocos. El humo negro de las teas tiznando techos y almas. El olor del humo repartido por ropas y embutidos que colgaban oscuros y prohibidos del borde negro de la bóveda gigante por donde entraban y salían las brujas tenebrosas de las historias antiguas de los
“En ibierno se pasaba muito fredo, ibas con un par de pantalons curtos, un jersetacho, calzetín de lana y as abarcas, también llebé peleles, yera como un peto todo d´una pieza. Llebábamos boina y bufanda, a boina dende chicolons…también gosábamos de ir con pantalons curtos de pana, yo creigo que por no gastar tanta pana…”
(«O parlamento de Barbenuta”, Fernando Otal Otal*)
El pan duro, la leche escasa, el abadejo forrado de sal que los arrieros cambiaban por vellones de lana, el tocino mezclado con patatas en un denso guiso que quitaba el hambre grande y espesaba la sangre que, animada por el vino recio, pintaba de rojo el rostro y hacía arder esa caldera interna que mandaba fuego del vientre a la cabeza y un poco de alegría al corazón. Migas con sebo, el sacrificio del cerdo desollado en decenas de fragmentos que poblaban las falsas, las tinajas y el borde la de chimenea…y a pesar de todo hambre.
”Dimpués de ra guerra se pasón muy canutas, no b´eba ni perras, ni pan, ni treballo. Como estiemos muito tiempo con os royos, yéramos tos malos. Tenébamos que moler a escondidas, medio de noche, ta que no nos pillasen os zebils…se comeban guixas to ro ibierno, también lentellas. Tenébamos muitas cosas, patatas s´en criaban muitas y también, pero claro, tenebas que comer a base d´ixo. Toz os días chodigas con patatas en o puchero. Y pa zenar bella miaja de coro, u patatas con una miajeta d ´arroz, u chulla u tortillona de pan. Diziba ra lola mía cuando le dezíbamos que no nos gustaba bella cosa que nos daba: no sé qué querez, pos no tos ez buelto lamineros que s´en diga!”
(“O parlamento de Barbenuta”, Fernando Otal Otal)
Un hambre extraño en el que se mezclaba el gruñir, el “roñar”, de las tripas descontentas y una sensación extraña de que había más cosas que las sabidas. Un eco milenario que reclamaba la presencia de lo desconocido pero existente. Sin saberlo, sólo intuirlo, pensarlo…el mundo de tus, de vuestros pensamientos, de vuestros sueños. Aunque aquel pequeño universo, aquella cárcel construida con muros de montaña y bosques permitía pocos sueños. No soy capaz de entrar en ese mundo onírico pero posiblemente estuvo poblado de animales y plantas, estrellas y tormentas, personas. Personas y algún demonio traído de la mano por el mosen exiliado, a veces por castigo, en aquél confín desierto, confortando sus días y su pena con el vino y también a veces por alguna vigorosa mujer de cuerpo robusto y ardiente. Demonios traídos también por las brujas habitantes de alguna oscura casa en la que igual componían un hueso quebrado o preparaban sortilegios con baba de sapo o pelo de culebras. Brujas que entraban y salían por las grandes chimeneas, entre el humo de las teas, a caballo de los sueños que provocaba el hambre o las pesadillas contenidas en el puchero de vino caliente en el invierno.
Vino caliente o frío que también servía para que los maestros, los pobres maestros destinados a estas soledades, pudieran aguantar. Unos cuantos críos de asistencia inconstante, medios miserables, enseñar a leer y a escribir torpemente, como mucho las cuatro reglas…sueldos de hambre. Aislados en medio de montañas salvajes resistiendo y esperando en momento de escapar de aquel presidio, dejando a veces la salud y, otras y por sorpresa, algún crío nacido entre el silencio, producto de la tristeza y la soledad.
“En a escuela nos feban leyer en catons y nos pegaban con una regla en os didos. Tamién nos castigaban de rodillas con un libro en cada mano, u nos dixaban enzerratos en a escuela sin comer. Os deberes en casa yera bella cuenta u problemas, los tenébamos que fer sentaus en a cadiera. No ne b´eba luz, con as tiedas t´alumbrabas y se mascaraba todo”.
(“O parlamento de Barbenuta”, Fernando Otal Otal)
De vez en cuando enfermedad o accidente. Había hierbas, remedios ancestrales, aguantar hasta lo indecible. Alguien, brujo o bruja, dotados de gracia para curar y componer. Y cuando todo fallaba la muerte, la invalidez permanente o el viaje, como última solución, a lomos de caballería, horas y horas, al primer pueblo en el que hubiera médico.
Mala vida. Vida de trinchera resistiendo los ataques del enemigo invisible que bajaba sin reposo por las laderas abruptas en las que únicamente los sarrios y los buitres hacían compañía a las vacas y a los pastores. Laderas por las que llegaron también aquellos hombres oscuros sobre los que se hablaba en voz baja y con temor. Aquellos hombres que persistieron en su lucha a pesar de una guerra terminada, que aparecían por la noche en las mallatas solitarias, metralleta y fusil, bomba de mano y cuchillo, a demandar comida y silencio. Aquellos hombres, decías, que te provocaban tanto miedo que el rugido del viento en la choza perdida entre los pastos te parecían sus voces que llegaban. Y despavorido, tú, niño todavía, corrías con tu manta, tu terror y tu perro, a esconderte entre el bosque cercano, esperando que llegase el amanecer y con él el sol que asesinaba los fantasma
“José de Chuanorús estaba afirmato pa cudiar as obellas todo ro verano en Erata y baxar a os campos pa femar; Víctor de Balbarrós eba ido a llevar-le zena a José. Zenoron y cuando estaban arreglando as mantas pa dormir empezaron a gritar os perros y al momento les llegó dos ombres que les dijon: Buenas noches, no tengáis miedo que no os haremos nada! Les preguntoron que por dónde podeban pasar ta Francia, que yeran miembros de a resistenzia…luego les proguntoron si teneban algo de comer y les dioron un poco que les quedó de ra zena…”
(“O parlamento de Barbenuta”, Fernando Otal Otal)
Esa cabaña también ha sido carcomida por el cáncer del tiempo y el olvido. El techo ya caído y en las paredes, que a duras penas resisten, hay una piedra con tus iniciales grabadas con trazos de navaja, la huella de tu paso, la reivindicación que hiciste a esa vida de niño pastor rodeado de soledad y miedo, aislado entre los gemidos del viento en la noche, como afirmación de tu existencia, naúfrago en aquél océano de hierba.
Después de unas cuantas horas caminando, ascendiendo, dejando atrás lomas , bosques de pinos y carrasca,de abedules amarillos, los límites de la senda se van poblando de paredes centenarias de piedras apiladas delimitando bancales construidos con esfuerzo infinito y paciencias eternas. Piedra sobre piedra. Piedra en encaje con más y más piedra. Piedra extraída de campos y laderas, piedra acarreada, clasificada, trabajada y, por fin, encajada en su hueco.
Tras la suave inclinación de un prado, bajo un techo vegetal de árboles generosamente acogedores, aparecen al fondo los restos del cadáver. Ainielle es ahora una sucesión de muros entre zarzas y arbustos, restos de paredes engullidas por la maleza, ventanas que no dan a ninguna parte, por las que nadie se asoma desde hace años y años, arcos que resisten los embates del viento, la crudeza del agua de tormentas, la fría humedad de la nieve, la traidora cuña destructora del hielo. Y una inmensa soledad que cae desde los altos montes que rodean esta muerte. Erata en las espaldas, el camino de Otal ascendiendo penoso y oblicuo en un costado, el barranco en el fondo, a los pies de este muerto, con el río ahora manso acostado en su cauce, desangrándose entre piedras y orillas embarradas, junto al viejo molino.
Nada queda salvo las presencias fantasmales de seres transparentes diluidos entre el rumor del viento agitando la maleza. Nada queda salvo alguna tosca lápida en el cementerio diminuto que acostado junto a una iglesia ya sin techo ni campanas que desafía con la verticalidad de su torre los empujes de los vientos enloquecidos y los golpes terribles de la soledad. Sólo la pila bautismal, escondida en un rincón, protegida por la espalda de los muros eclesiales queda como vestigio de lo que fue una comunidad en la que de vez en cuando nacía otro ser mostrando que la vida se abría paso a pesar de todo.
Al final no sólo los desheredados partieron, la inmensa mayoría acabó rindiéndose frente al ataque constante de un enemigo complejo. Esa vida de trinchera acabó mal. Atrapados, prisioneros, fueron encarcelados en territorios lejanos y hubieron de cambiar hasta el propio pellejo para sobrevivir. Se cambió el espacio infinito de los altos praderíos con el sonido de fondo de las esquilas del ganado, por el recinto cerrado y asfixiante con el fragor de las máquinas en cualquier fábrica de Sabiñánigo. Las largas jornadas girando la cintura, segando la hierba con la dalla, por la sucesión de horas conduciendo un taxi negro y amarillo, quién lo hubiera dicho!, por las largas avenidas de Barcelona. O los trabajos del huerto o de la cuadra por aquella sedentaria portería en Zaragoza. Todos con el mismo aspecto aprendiendo, ya mayores, a vivir de otra manera.
Otros cambiaron los bancales diminutos, los bosques densos, los barrancos abruptos, por campos planos y terrosos, por pueblos recién construidos, impersonales, en la tierra baja en los que se encontraron a mitad de sus vidas soñando por las noches con la nieve, el olor de las teas al arder, el rumor torrente al partir hacia el bosque en la mañana, añorando la mirada de los sarrios y el eco de las esquilas en los puertos. Se encontraron también que en las casas de al lado vivían otros hombres y mujeres expulsados de lugares cercanos, también desubicados y malheridos.
“Siempre treballando d´una cosa u otra, arredol de ros años sesenta ra chen choben emprenzipió a marchar ta ras fabricas, prenzipiemos a quedar-nos pocos por o lugar, os chirmanos mesmos; uno marchó de forestal, o pequeño marchó t ´aprender d´albañil a Samianigo y ra chirmana se casó. Total que nos quedemos con mi lola, mi padre y mi madre, os cuatro solos que no se podeba fer muitas de cosas. D´o lugar, unos marchón ta ras ciudad y otros ta Ixos pueblos de colonización, y así s´en fue indo ra chen de ro lugar. Nos quedemos sin mayestra, o cura cuasi no puyaba, a chen choben se´n iba…”
(«O parlamento de Barbenuta”, Fernando Otal Otal)
Porque desubicados estuvisteis todos. Sobre todo los que acabasteis en las ciudades con vuestra maneras zafias, vuestro lenguaje escaso, con alguna palabra incomprensible. Vuestras habilidades certeras en las alturas eran inadecuadas para aquel territorio de asfalto y luces fluorescentes, de sociedad clasista estratificada como los bancales de la aldea. Allí la luz de las farolas jamás dejaba ver las estrellas en las noches calurosas con olor a tubo de escape y a podredumbre de cloacas y la casa estaba reducida a una especie de nicho, sin huerta ni cuadra, de techos bajos y asfixiantes.
La casa, la madre amorosa para uno y madrastra cruel para el resto. La casa como argumento total, como centro de aquel cosmos. La casa como refugio. La casa como nombre y orgullo. La casa que un día abandonaste primero para trabajar en otras casas de mayores recursos y que luego perdiste definitivamente para buscarte otra vida. La casa que luego abandonaron todos aquel día en que cerraron la puerta centenaria girando la llave mientras los ojos se llenaban de lágrimas y a la boca sólo llegaban con la rabia blasfemias feroces. La casa, la madre casa, abandonada para siempre en medio de la nada. Todos los antepasados se revolvieron en las tumbas al ver cómo quedaba solitaria para siempre. Jamás volvió el fuego a la chimenea, las cuadras quedaron vacías y el silencio llenó patios y alcobas. Luego llegaría la ruina que hoy vemos.
Pienso en todo esto mientras la senda va ascendiendo sinuosa entre un bosque de pinos y carrasca. Abajo, desde una curva del camino, veo el cauce del barrando y más allá el valle del Gállego bajo una tenue neblina azulada. Mis amigos-hermanos preguntan y yo cuento historias, recuerdos, vivencias. Me extiendo posiblemente más de lo que debiera. Necesito expresar lo que me bulle, están pisando tu casa, tus caminos, han venido aquí a conocer y es necesario unir el territorio y la persona. Me llega una fuerza irresistible que nace de la tierra, que baja desde el cielo, desde los árboles y las montañas que nos rodean. Una fuerza que me obliga a hablar. Me empujan todos los muertos, los fantasmas, los espíritus que habitáis estas ruinas, estas solitarias veredas, los barrancos, los puertos, las casas abandonadas, los que habitáis la eternidad, la soledad absoluta de este territorio.
Hemos llegado a Barbenuta, tu pueblo, y a Espierre. Están cerca de aquí, sólo hay que subir a Erata y descender un poco pasando cerca de la cima por esa cabaña en ruinas en la que pasaste muchas noches de miedo y soledad. A diferencia de Ainielle fueron dos aldeas indultadas en plena agonía. Paramos ante tu casa, recorremos las pocas calles, la iglesia, la fuente. Me llegan los recuerdos de mi niñez, de mis largos veranos en este pueblo que se iniciaban con un viaje que duraba casi un día entero. Tren “ canfranero” hasta Sabiñánigo, autobús renqueante de la Hispano Tensina hasta el puente de Oliván en donde tío Ramón, tu hermano mayor, esperaba con los mulos para subir por la senda, el único camino para llegar hasta aquí. Aún siento el picor de la manta del macho en mis piernas desnudas y el ruido de los cascos del animal subiendo tranquilo la fuerte pendiente.
Con los años, después de llegar la soledad al pueblo, la senda se convirtió en pista forestal. Lo que no consiguieron las personas lo hicieron las vacas…porque tras la derrota y el abandono a alguien de un ministerio se le ocurrió que aquel territorio sería un buen escenario para una ganadería gubernamental. Entonces sí que merecía la pena tallar las laderas, gastar dinero para que vacas y toros vivieran en el espacio libre de personas. Aquello quedó en una hipótesis que al final fracasó, pero la pista ya construida fue una manera de que los descendientes del exilio volvieran a sus raíces, a enderezar los muros inclinados, a restañar las heridas de techos y ventanas. Y estas aldeas cobraron otra vida, se poblaron, aunque fuera de manera inconstante, de personas que cuidaron del entorno. Una capa de asfalto fue el permiso definitivo para llenar de vida muchas de las casas heridas por el abandono.
Como otros lugares solitarios recibieron un ejército de ladrones, profesionales del expolio, a la búsqueda de piedras, tinajas, pucheros, instrumentos artesanales, restos de una moderna arqueología etnológica que reposaron luego en tiendas de anticuarios o decorando rincones de chalés de individuos pudientes y sinvergüenzas. Y también hubo propietarios, nuevos o antiguos, que decidieron modificar la esencia de la casa, de la madre casa, y convertirla en otra cosa, en un refugio funcional y cómodo. Al olvido fueron las grandes chimeneas, las cuadras, los hornos, los corrales…al menos quedaron las fachadas, muchas de ellas con el nombre de la casa impreso en la portada, y la presencia, de vez en cuando, de personas que mantienen hoy la memoria.
El pozo sigue en medio de la plaza y el entorno solitario no huele a muerte como Ainielle. También hay algún muro derribado, algún tejado hundido, pero tu pueblo sigue en pie aunque ahora no vivan ya los viejos habitantes, la mayoría, como tú, muertos. Toda esta vida después de una agonía prolongada ha sido posible por una humilde carretera. Me pregunto si todo hubiera sido diferente si esta pequeña pista asfaltada se hubiera construido antes.
Vuelvo a mi mundo con esa sensación ambivalente de tristeza y alegría. He refrescado mis recuerdos, esa parte de mi vida grabada de manera indeleble en mi cabeza y en mi corazón. Todas esas imágenes de un tiempo ya remoto, con personas que hoy sois luz y memoria; olores, sonidos, fragmentos de vida que permanecerán conmigo hasta mi muerte, que forman parte de mi identidad y de mi propia historia. Dejo al marchar en mi última mirada llena de nostalgia, mi homenaje a mis antepasados, a todos estos hombres y mujeres que poblaron este territorio forjando en sus descendientes un carácter, una manera especial de ser. Siento por ti, por ellos, gratitud, admiración, orgullo y amor.
A mi padre
A mis antepasados de casa Chuanorús
A todos los que habitaron el Sobrepuerto
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“O parlamento de Barbenuta”
Fernando Otal Otal
Bolumen II (narrativa)
O Limaco Edizions 2008
Rolde O Caxico d´o Biello Aragón
Mi estimado Profesor Pardo: impresionado he quedado por la destreza que su vivido estilo narrativo expone, el uso de las metaforas (De uso mas extendido en la poesia) es de una sutileza que casi pasan inadvertidas, ecepto por la capacidad de transmitir las imagenes a su antojo. Su ritmo (Emulando el del cuento) me atrapo y casi me dejo sin aliento y su lexico riquisimo me ha hecho sentir que camino por senderos inexplorados de un bosque conocido. Es su creacion de tal belleza–Desde mi humilde apreciacion– que merece ser compartida y estudiada en talleres de creacion literaria. lo felicito y le exhorto a continuar regalandonos esa percepcion extaordinaria de su entorno, tal cual, pues he sentido que junto a usted he caminado los senderos montañosos de sus origenes. En hora buena. Con alta estima: Maggiolo (Cornielle del Peñon). Santo Domingo. Rep. Dominicana.
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Querido Maggiolo, muchas gracias por tus elogiosos comentarios que están más cerca del cariño que impregna nuestra amistad que de la ortodoxia literaria…cuando las cosas se llevan firmes en el alma es fácil darles forma. Echo de menos aquellos buenos tiempos en Barahona con todos vosotros. Quizás algún día los podamos repetir. Un abrazo.
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Como nativo de Escartín, en el corazón de Sobrepuerto, conocí un Ainielle vivo, como el resto de pueblos, incluso me sequé las ropas en alguna de sus cadieras, al lado del fuego… Vi cómo se iban marchando dejando las puertas cerradas… Al final el silencio… Enhorabuena por haber encontrado las palabras adecuadas para contarnos esos sentimientos tan profundos sobre Ainielle y su vida.
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Gracias por compartir tus sensaciones , sentimientose imagenes, sonadas o no porque me enriquecen
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Muchísimas gracias por tu comentario mi admirado José María. Me alegro de haber sabido expresar mis sentimientos. Tú con tus libros también has colaborado en aflorar en mí la parte de montañés que llevo. Un fuerte abrazo.
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Gracias Gloria. El enriquecimiento personal es mutuo. Un abrazo.
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Gracias Gloria. El enriquecimiento es mutuo. Un abrazo.
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